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Grandes Amaestradores de Psiquiatras

Confesiones de un escritor jubilado (por Leonor Gafas)

Confesiones de un escritor jubilado (por Leonor Gafas)

Estoy muy preocupada por el persistente silencio en este blog de mi amigo Jorge Vernieri –bueno, tampoco hay que exagerar: «algo preocupada», o ni siquiera eso, en realidad siento un poco de curiosidad– por lo que decido salir en su búsqueda con el objeto de entrevistarlo. Recorro bares, hospitales psiquiátricos, fumaderos de opio… Por fin lo encuentro acurrucado en el banco de un parque público, observando adormilado un partido de petanca.

–¿Ahora se dedica al deporte? –le digo a modo de saludo.

–¿Deporte? Usted alucina: me canso enseguida.

No ha terminado aún de pronunciar estas palabras, cuando una anciana, a la que le calculo unos ochenta años de edad, tras levantarse de su silla de ruedas y colocarse en el borde de la pista, arroja con fuerza y maestría la pesada bola que tiene en una de sus manos, bola que atraviesa el aire, armoniosa, antes de clavarse en la arena a un milímetro del bochín.

Consciente de que la magia de ese instante no ayuda a la autoestima de Vernieri, me apresuro a disiparla hablándole de su blog.

–Es usted demasiado transparente, Vernieri –le digo–. Después del último capítulo de la serie ¡Quién me manda preguntar!, que muchos consideran como una especie de testamento literario en el que procura dejar claras sus principales concepciones sobre la vida en general, y de su poema Me teleporto, en el que se adivina un peligroso coqueteo con el abismo, gran parte de sus lectores ha temido que éste se lo haya tragado a usted irreparable y definitivamente.

¡Quién me manda preguntar! no es otra cosa que una selección de mi paso por Yahoo Respuestas, y decidí publicarla poco después de que una coalición de fascistas y testigos de Jehová consiguiera de los moderadores la cancelación de mi cuenta. No me molesta del todo que el poema Me teleporto haya quedado como portada del blog, porque contiene el que considero mi mejor verso: «Me hago cargo de mí con un frenesí que parece hecho por encargo».

–Celebro que se haga cargo, pero… ¿está sugiriendo que el resto de su obra poética debería ser arrojada en bloque al anatema?

–Yo lo haría, ¿usted, no?

Terrible e inquisidora pregunta que me hace temblar y sudar la gota fría: el poeta pone casi literalmente su cuello en mis manos. ¿Qué hago?, ¿le pateo el banquito para que deje de sufrir?

–No todo todo –respondo, después de pensar un buen rato, agobiada por tanta responsabilidad–. Algunas sentencias como «El bestia que durante la siesta practica la tortura como táctica, en la práctica, es un animal de piel dura» de Toda tortura sienta mal son muy moralizantes, versos como «¿No soy gracioso?, ¿no te excito?, ¿no me pongo precioso cuando me irrito?» de Nadie me enlaza o «Di si, así como fui, no intuí más que vi todo lo que hay en ti de mí y en mí de ti. ¿Es así? (Anahí)» de ¿Es así? tienen una musiquita refrescante, todo el poema Olor a café («Debería estar dormido y este olor despertarme, / en lugar de sorprenderme tan consciente») podría salvarse porque tiene el mérito de evocarnos las meditaciones que ese aroma trae a nuestras mentes algunas mañanas tras noches de insomnio.

–Yo no tendría su piedad y reduciría cada una de esas palabras a ceniza. Pero, eso sí, en el lugar donde esparciera esas cenizas plantaría una piedra con estas palabras de Veinte años no es nada, pero nada de nada grabadas: «El olvido que todo destruye lo destruye todo, pero todo todo».

Ése es el Vernieri que me gusta, el que nunca deja de filosofar. El sol de la tarde comienza a declinar y un viento fresco a arremolinar las hojas secas del otoño. Los jubilados han terminado su partido de petanca y sus voces han dejado paso al rumor de los árboles cercanos, en los que algunos pájaros ya se están acomodando para pasar la noche. Un perrito se acerca a una de las raídas botas de mi amigo escritor e insinúa el ademán de levantar junto a ella una de sus patitas traseras. Mi mirada asesina consigue hacerle repensar sus propósitos y redirigirlos hacia un castaño enfermo, a unos pasos de donde nos encontramos.

–Y mis relatos largos –reaparece en ese silencio su voz lastimosa sin que nadie le haya preguntado nada–, que he ido escribiendo con la intención de realizar uno de mis sueños más anhelados: afrontar el desafío de una novela, cada vez que los releo me invade una vergüenza difícil de describir. Si no los he borrado hace rato todos es porque en el momento de escribirlos me sentía Tolstoi, o porque me costaron un trabajo enorme (adelagacé varios kilos en la elaboración de cada uno de ellos, lloré en el momento de sus respectivas resoluciones), y en frío veo que no son otra cosa que la evidencia del fracaso expuesta de la manera más obscena, están ahí como un tumor del alma que se come mi orgullo… ¡Dios mío, qué alto es el precio que pagamos por la vanidad de tener «inquietudes literarias»!

–No será para tanto…

Unos honguitos que drogan, por ejemplo, cuánta artificialidad, cuánta mentira, cuánta pedantería se desprende de ese texto que ni siquiera supe cerrar. Y está construido totalmente de experiencias reales, de cosas que he vivido personalmente, de sueños que he tenido y que en su momento pensé que no debía desaprovechar. La enseñanza que se extrae es que la mentira también puede estar compuesta de verdades mal administradas, la torre de Babel es eso: un imponente monumento al error, una montaña de escombros en medio de los cuales agonizamos confundidos y mudos.

No sé si estoy de acuerdo con lo que dice. A mí me divirtió leer ese relato, nunca hubiera imaginado el daño que Vernieri se ha hecho a sí mismo al escribirlo.

–Sin constituir cumbres de la historia de la literatura, el cuento de los honguitos y El pipófono son textos que se dejan leer –es la objeción  que le hago.

–¡No me hable del Pipófono, Leonor! –se lamenta, lloroso­–, ni siquiera Pipo, mi hermano mayor, en quien está inspirado el relato, se ha dignado leerlo. O si lo leyó, tuvo la piedad de reservarse su opinión. No lo he borrado aún porque me gusta uno de los personajes: la niña kitsch que presenta en el concurso un paquete vacío y todo lo que eso sugiere:

«He querido regalar al maravilloso público de esta emisora el presente más bello, más trascendental, más valioso. Pero, me dije: ¿cuál es la forma del amor?, ¿qué puedo poner en esta caja que represente la tibieza de la luz del sol, el trino de un ruiseñor, las gotas de rocío temblando en un pétalo de rosa una mañana de primavera?, ¿cómo arrancarme el corazón del pecho y ofrecerlo a este público maravilloso que me está mirando, y al que se encuentra en sus hogares disfrutando de la dulce paz familiar, junto a sus seres queridos; a mi santa madre que me crió con tanto cariño…? Era imposible. Y, por lo tanto, he decidido dejar esta caja vacía porque, como dijo el poeta: “Lo esencial es invisible a los ojos”».

–¿Ve, Vernieri, que no todo es desechable, que en un contexto que usted rechaza puede haber momentos dignos de un indulto?

–Eso me ocurre mucho cuando releo mi obra. Fíjese qué curioso esto otro referido a Genios domésticos y demonios familiares. Escribí ese cuento a los veintitantos años. Iba mostrando el manuscrito a todo dios, sin piedad, desvergonzadamente, orgullosísimo, con ese orgullo del niño que señala el inodoro a su madre para que admire su primera evacuación de vientre adulta. Algún amigo, ¡maldito sea!, cometió el error de alabármelo. Más me habría valido un silencio que me indujera a la autocrítica. Aún así, no tardé en darme cuenta de que ese texto no se sostenía. Desgraciadamente, lo atribuí al estilo y, a lo largo de los años, lo fui reescribiendo una y otra vez. Como suele ocurrir a los escritores de carácter débil o falta de identidad, que cada vez que escriben reproducen el estilo de lo último que han leído, el resultado de esa reescritura prolongada durante tanto tiempo terminó siendo un mamotreto que inspiró a otro amigo a declarar con sorna (una sorna que tardé bastante en entender) «Vernieri es un maestro exento».

Es el momento de confesar que estoy enamorada de Vernieri. Puede ser que, como dice, su obra no tenga ningún valor, pero si se suelta a hablar un extraño fuego parece animarlo desde dentro y consigue trasladar a su auditorio a un universo lleno de interés. Además, cuando se autoflagela es sublime.

–Sin embargo –prosigue–, en algún momento de tanto corregir y reescribir se me ocurrió agregar unos párrafos a la obra estando bajo el influjo del genial escritor cubano José Lezama Lima. Hoy pienso que debería hacer desaparecer todo el relato y conservar el título, que no está mal, junto con esos pocos párrafos. Quedaría algo así:

«Una mañana, oímos sonar el timbre de una manera insistente, absoluta, omnisciente y omnipotente, haciéndonos sentir como profetas hebreos de la Biblia a los que un trueno en forma de campanilla viniera a arrancarnos del sueño y a arrojarnos, en pijama y bajo la lluvia, a gritar media docena de verdades desagradables a algún sátrapa licencioso. Ya casi me estaba levantando para atender a la llamada, preguntándome para mis adentros cómo el intruso se había atrevido a ignorar la placa de bronce atornillada junto a la puerta del edificio que reza: “Esta comunidad no admite correo comercial” o cómo Manolo, nuestro portero de uniforme lleno de botones, le había dejado pasar, cuando noté que nuestro amigo se dirigía a la puerta y la abría.

»–¡Enhorabuena, hermano! –oí que decía una vocecilla que parecía salir de un cuerpo enharinado y embutido, como si el Altísimo, para demostrar su poder, hubiera golpeado con su cetro una croqueta de pollo, y que ésta, imbuida de Su Espíritu, se hubiese puesto a dar saltitos y a declamar verdades inconmensurables–. Esta humilde sierva os trae la Buena Nueva: el Día de la Ira está al caer; la Divina Mano Justiciera, en un tres i no res, propinará un severo correctivo a esta humanidad pecadora y cochina. La Muerte, con su Divina Guadaña, afeitará al ras este mundo de iniquidad y sólo nos salvaremos unas pocas que yo me sé. Así que, si queréis salvaros de la abominación y el anatema, existe un lugar reservado para los justos, ordenado, silencioso y aséptico, donde podréis refugiaros si, tras pintar la puerta de vuestra casa con la sangre de un cordero lechal, os decidís a seguir toda una complicada serie de instrucciones que sólo nosotras conocemos, y sobre las que podréis iniciaros adquiriendo Se Viene la Grossa, revista oficial de nuestra Iglesia, revista que no vendemos, no (el dinero no servirá de nada en los días que se avecinan), revista que re-ga-la-mos a cambio de lo que buenamente podáis aportar a la Obra (aunque no creo que Él se conforme con menos de 20 euros).

»Lejos de amedrentarse, nuestro genio cerró los puños dejando solamente erectos el índice y el meñique de ambas manos. Extendió los brazos apuntando a la aparición con firmeza y, sin que le temblara la voz, declamó:

»–¡Rajá de acá, colifata!

»Espiando tras la rendija de la puerta que da al recibidor –hasta la que me había arrastrado sin hacer ruido–, pude ver que la arpía enmudecía, vacilaba, empalidecía y, sin despedirse, se precipitaba escaleras abajo, y también me pareció ver que, sin tocar con sus deletéreos pies los escalones, también se precipitaba tras ella una legión de ángeles teutones haciendo sonar largas cornetas.

Vernieri respira profundamente y agrega:

–Para un certamen de microtextos quizás es un poco largo, ¿no? Es mi karma, tal vez sea verdad que soy un maestro exento. Está empezando a hacer un poco de frío, ¿quiere que la invite a un chupito, Leonor?

–No gracias, se me hace tarde. Sólo me gustaría, antes de despedirnos, que me hiciera algún comentario sobre sus escritos en formato post, ¿hay alguno que rescataría de la hoguera?

–El que ha tenido más éxito es uno que se llama Dime a qué temes y te diré quién eres, y toca el tema de los iluminatis. Ya debería haberlo borrado, a él y a sus 150 comentarios. Es otra torre de Babel, más pequeña. Atrae al peor tipo de lector posible. Quizá no lo borre para que no se me olvide nunca que el subnormal que escribe subnormaladas atrae a cientos de subnormales que se convierten en testimonios vivientes de su subnormalidad. La vergüenza que siento cada vez que me llega un comentario nuevo está lejos de ser una vergüenza inmerecida.

Tracatracatrac tram-tram-tram-tram y Eloísa era peluda y suave me gustaron, se nota que están basados en experiencias reales y parece que al escribirlos hubiera usted alcanzado el nivel de verdad que ambiciona.

–Aunque Tracatracatrac... se vuelve un poco trabalenguoso por la repetición de algunas estructuras, creo que no lo voy a borrar. No lo considero nada de otro mundo, pero tampoco le hace mal a nadie y no siento vergüenza cuando lo releo. El tema de Eloísa es diferente. ¿Sabía que nunca fui capaz de leer completo Platero y yo? Un inoportuno ataque de sueño siempre me lo ha impedido. Y ése debe ser el problema que tiene ese cuento: puede ser que una mentira pase, pero siempre deja un regusto a falsedad. Por lo demás, Eloísa existe, fue mi primera novia, la relación duró un par de años, la historia está simplificada pero, sentimentalmente hablando, es auténtica.

–Sí, creo que el mérito de Eloísa consiste en que ahí usted logra, a través de la escritura, desdramatizar una experiencia que lo tuvo obsesionado durante años y recatalogarla como un simple episodio amargo. El saldo es positivo porque ese tipo de cosas nos pasan a todos.

Vernieri insiste en acompañarme hasta la estación de metro, pero me abandona a mitad de camino introduciéndose en una bodega inmunda en busca de ese chupito que le rechacé. Ahora pienso que hay otro escrito en formato post que siempre me ha gustado, porque lo pinta de cuerpo entero: un ser humano que se siente condenado sin sospechar todo lo inocente que es, la inocencia del que es capaz de imaginar un paraíso reservado al alma de una florcilla azul: «sublime, sin duda, el Paraíso de las flores recién nacidas», dice en Fumar puede matar la inocencia. Ojalá él también vaya al cielo.

6 comentarios

Jorge Vernieri -

Sevilla, calle de la Sierpe, 1977, abatido y maleado, sí...

pepa -

Quizá nunca podrá nadie saber en qué exacto momento apareciste en mi memoria, (igualito que un buen día, hace tanto tiempo ya, en la calle Sierpes, abatido y maleado) La memoria te conserva mejor que esa foto que me devolvió google cuando le pregunté por tí.
Ando por aquí, si quieres...
pepa
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Vernieri -

No sé qué catzo será la sibutramina pero ya mismo estoy encargando seis frascos.

Comprar sibutramina -

Me ha encantado la entrevista, me dio mucha risa la imagen!

Leonor Gafas -

Gracias, Víctor. Puse el alma en esta entrevista.

Víctor Redondo -

Espectacular. Grande Jorge, Grande Leonor. Petons, VR