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Grandes Amaestradores de Psiquiatras

El psicólogo de Harrod's

El niño de la izquierda se viste en Harrod’s y el de la derecha, en Les Bébés.

En las fotos que recuerdan mi primera infancia (bien iluminadas, hechas en sus estudios por fotógrafos profesionales), veo que, como mis hermanos, vestía trajecitos comprados en Les Bébés, una tienda de la calle Florida, cercana a Harrod’s. No he vuelto a vestir con semejante elegancia, pero me consuelo pensando que, con la figura que he adquirido en los últimos años, los modelos de Les Bébés no me sentarían como entonces.

Eran tiempos lejanos, fines de los cincuenta, principios de los sesenta; había taxis, tranvías, trolebuses, colectivos, ómnibus y hasta mateos, todos arremolinándose en torno a la garita del vigilante.

Siempre he pensado que fue porque crecí, aunque ahora comprenda que se trataba de la crisis –en Argentina, siempre ha existido la sensación de que cada día se está un poco peor–, la cuestión es que, en determinado momento, pasé a vestirme de Harrod’s, que en su planta dedicada a la infancia tentaba a los papás con atractivas ofertas.

Harrod’s ocupaba un enorme edificio de aspecto decididamente londinense –en el que, según una película, solía pernoctar Mirtha Legrand– y a la mencionada planta infantil, que quedaba en el último piso, se accedía por medio de un escuadrón de ascensores, cada uno capitaneado por su respectivo ascensorista de uniforme.

Además de la confitería («cafetería» en la Península), donde la tía Haydée iba ingiriendo taza tras taza de té, e intercalando de vez en cuando la tercera parte de uno de esos sánguches tostados que tanto se extrañan en el exilio, mientras por los altoparlantes sonaba, no muy fuerte, Fresedo con o sin Ray; además de la confitería, digo, estaba la peluquería para niños y la sala de espera con su famosa calesita («tiovivo», en España).

Sí, lo confirmo, la calesita existió. Yo mismo monté en ella. Era una calesita especial, muy divertida, tanto que a algunos chicos, a la hora de partir, les costaba emprender el rumbo.

En ese momento solía aparecer un personaje legendario de Harrod’s, más legendario aún que la calesita: el psicólogo de Harrod’s. Era un profesional cuya principal función consistía en convencer a los chicos dubitativos de que, a la hora de partir, no había más remedio que emprender el rumbo.

Se acercaba al niño o niña en cuestión y le susurraba arcanas palabras al oído, palabras que indefectiblemente provocaban que la criatura siguiera hacia el ascensor a su madre, padre, tutor o responsable, sin rechistar.

Confirmo, por tanto, que el psicólogo de Harrod’s también existió, yo mismo sentí el peso de su severa mirada. Me dijo: «Che, nene, andate rapidito con tu tía Haydée porque, si no, te reviento».

2002

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