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Grandes Amaestradores de Psiquiatras

Detrás está el sol

Detrás está el sol

El siguiente texto es un intento de reflejar el ambiente de la novela El cerco rojo de la luna, de la escritora argentina Silvia López.

La tormenta

Esa noche el cielo estaba claro, pero la luna, baja, plena, tan cerca de la tierra que parecía caer en el campo, tenía un cerco rojo alrededor. Le sucedió un amanecer cubierto de nubarrones de un color gris verdoso que anunciaban temporal. La atmósfera se fue tornando oscura y agorera antes de que se desencadenaran, con violencia inusitada, la tragedia y la tormenta a la vez. No se trataba de una tormenta habitual, la oscuridad duraría muchos días de penumbra y semipenumbra que hicieron pensar a muchos que había llegado la noche definitiva.

En los mejores momentos, el sol regresaba por unos instantes, teñía de rosa la nieve, la llovizna, las partículas del aire, pero después se escondía, opaco y débil, como si agonizara. Entonces el aire se volvía a poner de color mercurio mientras caía una lluvia tan sutil que sólo se percibía a través de las luces de los jardines. Y a continuación, de nuevo la cerrada oscuridad, hora tras hora, sin atisbos del amanecer.

«El infierno es de hielo», afirmaba Vone, la joven internada en el Hospicio de Buas que no concebía la duda y sólo experimentaba certezas. Otra de sus certezas era que había asesinado a sus padres en medio de una tormenta similar, también precedida por la luna y su cerco rojo. La tormenta es un fenómeno que suele terminar, pero la tragedia puede extenderse durante décadas.

Pronto se supo que el fenómeno meteorológico no era local, estaba presente, de distintas maneras, en diferentes lugares del mundo. Un tifón en el Egeo, por ejemplo, además de provocar graves daños en las localidades costeras, había hecho desaparecer un barco con toda su tripulación. La comunidad científica comenzó a advertir que el planeta estaba siendo afectado por una tormenta magnética, y el hecho de que no funcionaran los relojes parecía confirmar estas advertencias.

Los pájaros, que no usan reloj pulsera, parecían ser los más afectados. Los pinzones que habitaban el bosque de pinos que rodea el Hospicio de Buas por momentos saltaban insomnes, o cantaban como si hubiera llegado el amanecer, o se ponían a dar vueltas y vueltas alrededor de la cúpula hasta caer de cansancio. A medida que fueron pasando los días, también comenzaron a verse insectos alterados, como el caso de las orugas, que estaban perdiendo su capacidad de camuflaje y no podían cambiar de color, adquirir forma de hoja u ocultarse debajo de una ramita.

«¿Nos volveremos a ver? Será mejor que nos despidamos para siempre. Debe estar por llegar el fin del mundo –recomendó Víctor, tío de Vone, a su hijo Hervé, miembro de la comunidad científica–. El día y la noche no se distinguen, dentro de poco no vamos a saber en qué siglo vivimos.»

«Sólo puedo decirte que en el Observatorio –Hervé se refería al lugar donde trabajaba, en el piso cuarenta y seis del edificio más alto de la ciudad– comprobaron que la Tierra gira seis milésimas de segundo más despacio que ayer. Pero no hay que preocuparse, el Universo tiende a encontrar su propia regulación.»

«¿Estaremos por entrar en una Nueva Era?»

«Probablemente.»

El hospicio

Al Hospicio de Buas, ubicado en un viejo castillo compuesto por un cuerpo central coronado por una inmensa cúpula, jardines que comunicaban los distintos sectores, un camino lateral que se perdía en un bosque de pinos y una muralla cubierta con enredaderas perennes que lo protegían, se accedía cruzando el Portón de los Hierros. Para llegar al pabellón de las internadas había que atravesar un pasillo que se torcía en sí mismo como una cinta caprichosa. Pero antes era necesario subir por la escalera imperial, una escalera imposible de describir con precisión y que infundía extrañas ensoñaciones a todo el que subiera o bajara por ella.

A Alex, médica encargada de cuidar por unos días de las internas, esas ensoñaciones la llevaron, cuando subía, a darse cuenta de que algo estaba ocurriendo en su alma, algo inesperado que la conducía a la deriva de la razón, a encontrarse sin fuerzas, a sentarse en un escalón, primero, y a perder el sentido, dormirse o desmayarse, después. Hervé, por su parte, cuando bajaba en busca del jardín, sintió que debía sobreponerse a la tentación de caer. El hueco de la escalera, un abismo arquetípico en cuyo fondo sólo puede estar la nada, le infundía terror. Lo interesante es que, del mismo modo en que la tormenta y la tragedia estallaron a la vez, las tribulaciones de ambos en la escalera imperial también fueron simultáneas.

Víctor, que era escritor, había intentado construir para sí mismo una descripción racional:

«De acuerdo con la ley de gravedad, lo pesado debe cargar lo más leve, y por lo tanto es esperable que la escalera haya sido construida sobre cimientos; sin embargo, sus peldaños parecen salir del fondo de la tierra, crecen en línea recta y flotan en elipse bordeando la torre, como si se perdieran en el aire».

Y había concluido, con sorpresa:

«La escalera pretende comunicar espacios situados en diferentes alturas pero en realidad desprende corredores interminables con curvas que llevan de regreso al mismo lugar».

Ya en las entrañas de Buas, atraía la atención del visitante el elemento humano. Entre las internadas, sobresalían, además de Vone, una mujer que estaba obsesionada con el tiempo y su control cuyo estado había empeorado con la tormenta magnética, como esos relojes descontentos que ya no sabían qué hora dar; una niña, Marilú, que ansiaba morir pero terminaba sobreviviendo milagrosamente a todos sus intentos de suicidio –y a la que Vone, generosa, se había propuesto ayudar a que lo consiguiera–, y una misteriosa bella durmiente que había accedido al hospicio para realizar un trabajo y que, por íntimas circunstancias, había decidido autointernarse. También había un psiquiatra que ya no hacía preguntas y se limitaba a recetar somníferos; una enfermera que se expresaba siempre con refranes –costumbre que desestabilizaba a las internas– y media docena de limpiadoras cuyos cantos tenían propiedades calmantes y sus ocurrencias, siempre acertadas, eran el mejor remedio contra la angustia producto de la noche interminable.

«Dicen que el firmamento es oscuro –opinaba, por ejemplo, una de ellas– pero detrás está el sol y por lo tanto el día. Y que en algún lugar hay un amanecer de color lila, una orilla repleta de espuma, islas con palmeras y arrecifes de coral.»

«Hagan de cuenta que el tiempo se ha detenido –decía otra, esotérica como casi todas las gitanas– y aprovechen la ocasión para sentirse eternas.»

La tragedia 

«La vida es extraña, un amontonamiento de circunstancias», pensaba Hervé cuando acudía a su mente la génesis de la tragedia. Porque si la tormenta era un fenómeno que afectaba a todo el mundo y provenía del sol, la tragedia se había desencadenado en su familia y uno de los protagonistas era él. El lugar exacto donde había comenzado todo era La Sorpresa, la plantación de rosas que administraban sus tíos Fran y Catherine, los padres de Vone. 

El camino de los sauces, el lago con sus peces exóticos –tres de los cuales eran iguales a otros tres que habitaban el cuadro de un pintor flamenco y a veces se atrevían a abandonar su hábitat para conversar con Vone–, el sendero de las rosas antiguas, el camino de las arbustivas, la plantación de rosales ingleses, el sector de las rosas Felicia, la media milla de híbridas, el cultivo de las Iceberg, la casa de campo con su recova en la que habían sido tan felices... Todo había quedado destruido en un instante al estallar la tormenta-tragedia.

No todo. Los loros alejandrinos, que tantas frases hechas eran capaces de recitar en su jaula de carey, se habían reproducido y sus crías todavía habitaban el lugar. Y también habían sobrevivido las rosas Anna Livia, una especie inmortal, que seguían floreciendo cuatro veces al año con la misma iridiscencia. Un amontonamiento de circunstancias había determinado el paisaje sentimental en medio del cual su vida había transcurrido los últimos veintiséis años, un paisaje de deseo, miedo, culpa y, principalmente, ese otro sentimiento, el innombrable, el capaz de establecer el inicio y el final de ciclos completos, incluyendo sus signos y sus presagios.

Silvia López vivió en España y Francia, donde completó sus estudios. Se doctoró en Psicología Clínica y trabaja como psicoanalista. Es docente en la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires e integra jurados de tesis de doctorado y maestría. Miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis desde su fundación en 1992, ha publicado numerosos artículos y ensayos en Argentina y el exterior. Es también autora de las novelas Cálculo y presentimiento (2012),  Diván francés (2016), Playa de barro (2019) y Suite presidencial (2022).

El cerco rojo de la luna

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