José y Marcial
En aquellos tiempos, La Paz comenzaba a cerrar hacia las cuatro de la mañana.
Un par de horas antes, a eso de las dos, en alguna de las mesas ubicadas junto a la ventana que daba a Corrientes, solían sentarse un par de personajes grises, cuyos nombres no recuerdo pero que hoy los llamaré «José, el de la quimera» y «Marcial, que aún cree y espera». Eran los fijos de esa mesa y de esa hora, pero por lo general solían estar acompañados por un elenco cambiante entre los que creo que podían estar –además de «Abel, que se nos fue pero aún me guía»– Jorge Cosachcow o Rochelle Maxwell (corríjanme si me equivoco, el tiempo suele escribir en la memoria pasajes erróneos mucho más graves).
José y Marcial siempre (incluso en invierno) bebían ginebra con hielo. José y Marcial, además, se sabían de memoria todas las letras de todos los tangos, por lo que en aquella mesa había que ser muy cuidadoso con las citas tangueras si uno no quería sufrir reprensiones humillantes.
Lo sorprendente es que José (o Marcial) era tipógrafo y dueño de una pequeña imprenta ubicada no muy lejos. Algunas veces, cuando ya habían pasado largamente las cuatro y se veía venir el momento en que «el mozo le baldea las patas al escabio», ambos partían cabizbajos en dirección a la imprenta.
Allí, entre mate y mate, el linotipista tecleaba directamente en la máquina lo que su ayudante le iba dictando y, de esa manera, iban naciendo cancioneros como los que pueden ver sobre estas líneas.
No eran fáciles de encontrar, aun en esos años, fuera de la calle Corrientes; pero nunca estaban ausentes en el quiosco ubicado justo frente a esa ventana de La Paz.
He tenido la suerte de conservar alguno.
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