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Grandes Amaestradores de Psiquiatras

Tracatracatrac tram-tram-tram-tram

Tracatracatrac tram-tram-tram-tram

Santa Rita Rita Rita (lo que se da no se quita), además de ser una santa muy especial, es el nombre de un barrio ubicado exactamente en el centro geográfico mismo de la ciudad de Buenos Aires, o tal vez un poco hacia el oeste, lo que le da una sensación térmico-geográfica más central. Y aunque viví la mitad de mi vida (las cuentas me dan un cuarto de siglo) en esa ciudad, nunca estuve en Villa Santa Rita, que es la denominación oficial del barrio. Seguramente, lo atravesé en uno de esos colectivos (vehículos multicolores de transporte público) que se internan en la Buenos Aires profunda de adoquines y de edificios no muy altos, de domingos con olor a ravioles con tuco o pesto (más bien tuco) y de cuñados acostados debajo del auto cambiándoles sus grasientas crucetas.

La santa propiamente dicha es la santa infalible por excelencia, una santa que siempre cumple, por lo que se suele decir que es la «patrona de los imposibles». Doy fe de que esto es así porque Maribel (mi santa madre) le pidió a santa Rita que yo terminara la secundaria y, a Dios rogando pero con el mazo dando –porque, además, me puso una profesora particular de matemáticas–, su ruego fue escuchado, pese a que, a mí, más que ir al colegio, lo que me gustaba era subirme a un colectivo (vehículo multicolor de transporte público que arranca y frena de improviso) e internarme en esa Buenos Aires profunda donde los pibes del barrio juegan al fútbol en amplias plazas con más tierra que pastito, cuando lo que deberían estar haciendo es prestarle un poco más de atención al profesor (que casi siempre es la profesora) de matemáticas.

Nunca estuve en Villa Santa Rita, lo que no quiere decir que no lleve ese barrio en lo más profundo de mi corazón, porque tengo un mapa de Buenos Aires pegado en una de las paredes de mi hogar, en un barrio de una ciudad del extranjero, allende los mares, un enorme mapa de ésos en los que están bien marcadas las líneas del Subte (que es el metro de Buenos Aires), las estaciones de tren y los recorridos de los colectivos (vehículos multicolores de transporte público que suelen ser conducidos por un histriónico personaje porteño denominado «colectivero»), mapa en el que cada barrio es de un color diferente y que en el centro del cual se puede distinguir un barrio de urbanización irregular que se llama, precisamente, Villa Santa Rita.

Gracias a este mapa pude enterarme de que en ese barrio se encuentra el Hospital Israelita –a principios del siglo XX se instalaron allí inmigrantes judíos de Europa oriental– y la basílica dedicada a la santa en cuestión, un edificio reluciente en cuyo interior se guardan las ofrendas de tantos fieles que pidieron lo imposible y les fue concedido, como Maribel (mi santa madre) que pidió que yo terminara la escuela secundaria y aquí me ven. Durante horas, miro el mapa y me imagino que estoy en mi ciudad natal, que me subo a un colectivo (vehículo multicolor de transporte público en el que, si es de noche y se encuentra atravesando la Buenos Aires profunda, cuando frena de improviso se le encienden infinidad de lucecillas) y que éste se pierde en esos barrios de adoquines y hermosas muchachas de largas pestañas conversando entre ellas junto a las puertas de los edificios no muy altos en los que viven, tal vez sorbiendo, si es verano, un cucurucho de dulce de leche y sambayón, para bajarme más tarde en una parada cercana al Hospital Israelita.

Hace unos años, realicé un fugaz viaje a Buenos Aires, en el que intenté cumplir el sueño de visitar la basílica dedicada a santa Rita y pedirle a la santa un imposible muy especial. Pensaba pedirle que, cuando arribara al último tramo de mi existencia (las cuentas me dan un octavo de siglo), pudiera vivirlo en alguno de esos barrios de la Buenos Aires profunda, en los que los árboles centenarios han levantado, al crecer, las baldosas de la vereda, y en los que los escolares de guardapolvo blanco regresan sin prisa a sus casas, ubicadas en edificios de no mucha altura, revoleando alegremente sus mochilas.

Sólo disponía de un mes y me lo pasé visitando a Fulano, almorzando con Mengano y tomando mate con Merengano, hasta que, la última tarde de mi estadía, decidí subirme a un colectivo (vehículo multicolor de transporte público cuyo conductor, el colectivero, espía a los pasajeros a través de un espejo en el que suele estar pegada una calcomanía con la leyenda «Si querés uno igualito trabajá desde chiquito») que se internara en esa Buenos Aires profunda en la que, una tarde tranquila de mi adolescencia, en lugar de estudiar matemáticas, estuve esperando, a la salida del colegio, a una hermosa muchacha de largas pestañas, con la intención de declararle mi amor, pero cuando llegó el momento me abataté y no lo hice, y me llevara hasta la parada del Hospital Israelita, a unas cuadras de la basílica dedicada a la santa, cuyo interior está repleto de las ofrendas de aquellos fieles que pidieron lo imposible y se les concedió, entre las que se encuentra la de Abraham Goldstein, o Goldsman, o algo así, un señor vecino del barrio que le habrá pedido a la santa quién sabe qué y la santa se lo concedió –aunque, sinceramente, por más milagrosa que sea la santa, pienso que esto tiene que ser un cuento perverso de ésos que se les ocurren a los curas–, o la de Maribel (mi santa madre) que pidió lo que les conté y pasó lo que pasó.

Por desgracia, me subí al colectivo (vehículo multicolor que dobla las esquinas sin detenerse obligando a los peatones a que den el saltito) equivocado que, tras dar vueltas y vueltas por la Buenos Aires comercial de edificios inmensos acristalados, asfalto caliente y blando, tráfico endemoniado, bocinas estridentes y oficinistas con prisa y mirada angustiosa, por fin se internó en uno de esos barrios de la Buenos Aires profunda de misteriosos zaguanes y cabezas de angelitos coronando los balcones.

Habían pasado horas cuando me bajé a veinte cuadras del Hospital Israelita, y para colmo, de repente me encontré ante un árbol enorme, un palo borracho (Chorisia insignis) que, al crecer, había levantado todas las baldosas de la vereda a su alrededor, y me quedé así, extasiado, «felicitando» al árbol, hasta que me di cuenta de que era la hora de volver, porque a las nueve de la noche tenía que acudir a una cena de despedida, unos ravioles con pesto o tuco (más bien pesto) a los que me había comprometido.

Pregunté en un kiosco qué colectivo (vehículo multicolor de transporte público que a todas horas lo lleva a uno a todos lados) me acercaba a la plaza Once. «Ninguno –me contestó el kiosquero–, pero a dos cuadras tenés el tren». Y así fue como abordé un vagón casi vacío de los tantos que vienen y van permanentemente entre el centro y los lejanos suburbios. Aunque era una unidad destartalada, iba a mil kilómetros por hora. Una de sus ventanillas tenía los tornillos flojos y hacía «tracatracatrak», mientras se sucedían vertiginosamente, uno tras otro, esos barrios de la Buenos Aires profunda en los que, cuando cae la noche, tras las ventanas se adivina a los vecinos encendiendo el televisor para no creerse las últimas noticias o para moverse al ritmo de una música que rara vez suele ser tango. En una estación subió un señor con aspecto de mendigo, provisto de una bolsa de arpillera en la que iba metiendo algunos papeles (hojas de diarios o envoltorios de golosinas) de los que bailaban en el suelo del vagón. Cuando pasó al coche contiguo, dejó mal cerrada la puerta, que empezó a abrirse y cerrarse haciendo «tram-tram-tram-tram».

Tracatracatrak iba quedando atrás el Hospital Israelita, la basílica de la santa, los adoquines, las plazas amplias con más tierra que pastito, los edificios no muy altos, las muchachas de largas pestañas y las cabezas de angelitos; tram-tram-tram-tram volaban los colectivos –¿les expliqué en qué consisten?– en los pasos a nivel, entre árboles centenarios, esperando a que se abrieran las barreras; tracatracatrac era ya noche cerrada y las luces de la ciudad un escuadrón de ovnis que se me venía encima, tram-tram-tram-tram los ravioles con pesto, el avión y el cielo, tal vez para siempre.

7 comentarios

Vernieri -

Gracias, Analía.

Analía -

me encantó. lo dice una nacida y criada ahí en frente nomás, en el querido villa del parque.

Vernieri -

Estoy leyendo "Colectivaizeishon" (http://www.colectivaizeishon.com/), el libro de Daniel Tunnard (un pibe inglés que hizo el recorrido completo de las 140 líneas de colectivos de Buenos Aires). Muy divertido, humor, algunos momentos geniales... Lo recomiendo.

Daniel -

Muy bueno che. Gracias por compartir.

petra -

qué nostalgia de eso vehículos multicolores de transporte público, que arranca y frena de improviso,que suelen ser conducidos por un histriónico personaje porteño denominado «colectivero», en el que, si es de noche y se encuentra atravesando la Buenos Aires profunda, cuando frena de improviso se le encienden infinidad de lucecillas, cuyo conductor, el colectivero, espía a los pasajeros a través de un espejo en el que suele estar pegada una calcomanía con la leyenda «Si querés uno igualito trabajá desde chiquito», que dobla las esquinas sin detenerse, obligando a los peatones a que den el saltito, que a todas horas lo lleva a uno a todos lados. Uh, el "coletivo". Fueron mis vehículos multicolores de colores múltiples por dos años, años ha... ¿siguen igual?

Cariños. P.

Bichicome Bo -

No se me ponga llorón
Cual sonoro moscardón
En un papel pegajoso.
Olvide, no sea ansioso
Tanta desconsolación.

¿Le parece macanudo
exhibirse así, desnudo,
Y atar, muy bien apretado,
A mí, que me vine a nado,
En la garganta este nudo?

No le tengo compasión.
Usted es muy lacrimoso,
Muy mañudo y muy taimado.

Leonor Gafas -

¿Por qué te abatataste, pavote? Yo también te quería.