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Grandes Amaestradores de Psiquiatras

El pipófono I

El pipófono I

A Pipo 

Parte I. Aurora, Aurora, Aurora

Eran más de las doce y, como de costumbre, Pipo dormía en su cuarto. Subimos el volumen de la tele con la esperanza de que se despertara. Daban un partido de fútbol: Crush contra Odol. Un defensor de Odol le había dado un pisotón al nueve de Crush y el encuentro estaba interrumpido, por lo que aprovechaban para pasar un spot de Odol. El ambiente se enrareció: el arquero de Odol le dio un puñetazo al árbitro, y eso brindó la oportunidad de pasar un spot de Crush. Sabíamos que era un poco temprano para que se despertara Pipo.

Sonó el teléfono: 

 ¡¡¡Riiiiiing!!! ¡¡¡Riiiiiing!!! ¡¡¡Riiiiiing!!!

Guille, hermano menor de Pipo, no se molestó en atender; yo tampoco.

El teléfono seguía sonando: 

¡¡¡Riiiiiing!!! ¡¡¡Riiiiiing!!! ¡¡¡Riiiiiing!!!

Mientras tanto, en la tele, los jugadores de Crush y los de Odol protagonizaban una fenomenal pelea. Parecía Titanes en el Ring 

¡¡¡Riiiiiing!!! ¡¡¡Riiiiiing!!! ¡¡¡Riiiiiing!!!

…piquetes de ojo, golpes de hacha, dedos magnéticos… de todo.

Por fin atendió la tía Haydée. Era el señor Heinkel, el jefe de Pipo.

–Un momento, por favor.

Los periodistas deportivos estaban indignados: «Es inadmisible que, siendo sábado y en un horario en el que tantos niños se encuentran sentados frente al televisor, los jugadores, que son profesionales, brinden este espectáculo bochornoso…». Pipo no se levantaba ni para atender al señor Heinkel.

Como el partido no se reanudaba, Guille cambió de canal manualmente (en aquella época aún no se había difundido el mando a distancia). Daban Noticias. Una bomba había explotado en Belfast: muertos, heridos, cristales rotos, horror…

El teléfono seguía descolgado, la ventana del comedor estaba abierta de par en par, era primavera y un sol brillante y tibio bañaba las azoteas. De repente, a unas cinco manzanas de la casa de Pipo… 

¡¡¡Boooooouuuuuummm!!!

…todo tembló y comenzó a elevarse una columna de humo negro. Guille volvió a cambiar de canal para ver si continuaba el partido. Dos jugadores, uno de Crush y otro de Odol, le estaban dando patadas a un agente de la Policía Federal. «¡Qué escándalo!» se lamentaba uno de los comentaristas deportivos.

En la calle, el tráfico era insoportable: primero pasaron dos ambulancias, después el colectivo 60, a continuación dos coches de bomberos, después tres taxis (dos libres y uno ocupado), les siguió el colectivo 102, tres ambulancias y dos coches de bomberos más. El loro de la vecina reanudó su canto: Aurora, Aurora, Aurora… Por suerte, no estábamos en Belfast.

¿Qué pensaría de todo esto el señor Heinkel? ¿Estaría enojado? Pipo dormía.

Gonzalo y Gabriel, amigos de Pipo, decidieron hacerle una broma para despertarlo. Guille y yo (otro hermano de Pipo) lo juzgamos imprudente, a la tía Haydée no se la consultó, pero a Gonzalo y a Gabriel les pareció que, tras el tubo descolgado del teléfono, el señor Heinkel estaría de acuerdo. Se metieron sigilosamente en su cuarto procurando no meter un pie en el agujero negro con bordes violáceos que había en el parquet –producto del derrame del contenido de un tubo de ensayo del juego de química de Pipo–, su intención era trasladarlo, con colchón y todo, sin que se despertase, hasta la vereda.

La empresa no era fácil (Pipo vivía en un cuarto piso), pero, al principio, tuvimos la sensación de que podía salir bien. Con mucho cuidado, Gonzalo y Gabriel arrastraron el colchón en el que Pipo dormía hasta la puerta de la habitación y lo sacaron al pasillo; después, de la misma manera, entraron en el comedor mientras Guille abría la puerta del departamento y yo llamaba al ascensor… Todo iba bien hasta que topamos con un problema de geometría de difícil resolución: el ascensor era algo estrecho y, para entrar el colchón, no había más remedio que doblarlo (es decir, doblar a Pipo).

Ahí fue cuando Pipo se despertó. Recapitulemos: la tía Haydée se encontraba en su habitación rellenando el crucigrama de La Nación; el señor Heinkel esperaba pacientemente en su despacho, pegado al teléfono; los jugadores de Crush perseguían al árbitro, los jugadores de Odol a los de Crush, la policía a los de Odol y el público a la policía; el loro de la vecina cantaba Aurora, Aurora, Aurora; una columna de humo se elevaba de la sede de un sindicato cercano; en Belfast había explotado una bomba y Pipo, que tiene un mal despertar y que sólo estaba vestido con unos calzoncillos color caqui, se había convertido en lo que Gonzalo luego describió como «un remolino de piñas».

La desbandada fue total: Guille bajó a los saltos, por la escalera, los cuatro pisos en dirección a la calle y Gonzalo, Gabriel y yo, no menos veloces, subimos hacia la terraza y nos escondimos debajo del tanque de agua. No muy lejos, la columna de humo, alrededor de la cual giraba un helicóptero, se elevaba hasta cierta altura en la que un viento que venía del este la arrastraba y la iba convirtiendo en una nubecita gris, infinidad de ambulancias, coches de bomberos y de policía se dirigían al lugar del siniestro; en una azotea cercana, la hija de unos vecinos tomaba sol en tetas, pero se puso el corpiño al descubrir que la estábamos espiando; en el edificio de enfrente, que estaba en construcción, unos albañiles asaban unos churrasquitos; el sonido de todos los televisores de la ciudad parecía un trueno lejano pero constante, ¿quién habría ganado el partido?

Estuvimos allí como media hora hasta que calculamos que Pipo se habría serenado –no era un muchacho rencoroso– y que estaba por comenzar Superagente 86. Lo encontramos dándole sorbos a su taza de café tibio con dieciséis cucharaditas de azúcar que la tía Haydée le había preparado. El teléfono estaba colgado, Pipo pensaba que el señor Heinkel se habría ido a almorzar. ¿Cuál sería la causa –nos preguntábamos siempre– de que Pipo aún conservase su empleo y de que el señor Heinkel le demostrara tanta paciencia?

Ahora (muchos años después) creo saber la respuesta: Pipo era una persona dotada por la naturaleza de una inteligencia fuera de lo normal. Al terminar la secundaria, había ingresado en la Facultad de Ingeniería, pero pronto la abandonó para trabajar de profesor en una de las mejores escuelas de informática que hay en el mundo, escuela de la que el señor Heinkel era director y en la que funcionaba el centro de cálculo más importante de la ciudad. Durante la semana, Pipo daba algunas clases a los alumnos, pero principalmente pasaba las horas operando la supercomputadora del centro; en aquellos tiempos en que aún no se habían inventado las PCs, el artefacto, que funcionaba con tarjetas perforadas, ocupaba todo un piso de la institución. Las malas lenguas afirmaban que Pipo había manipulado el aparato de manera de que sólo él lo pudiera hacer funcionar. Sin embargo, el señor Heinkel lo trataba sin resentimientos; Pipo tenía permiso para ingresar a cualquier hora del día o de la noche, y el trabajo del centro, que era contratado por innumerables e importantes empresas, por lo general estaba al día.

El Noticias del mediodía sólo contenía malas ídems: «Bomba en Belfast», «Bomba acá», «Insultos, amenazas y golpes en un partido de fútbol», «Las temperaturas serán más altas conforme vaya avanzando la semana». Como broche de oro, y con el objeto de tranquilizar a la población, un general con mirada de tigre, nariz de águila y bigotito anchoa ladraba: «Aniquilaremos a los violentos». Luego vino la publicidad: Aurora, Aurora, Aurora… (Aurora es una marca de electrodomésticos), lo que despertó al loro de la vecina, y, por fin…

La decepción fue total: los créditos de un nuevo programa habían suplantado, sin previo aviso, al Superagente 86. Primero apareció la cara de un cómico en ascenso «graciosísimo» que hizo un par de chistes que no nos hicieron gracia. Para ayudarlo, apareció su compañero, otro cómico igual de «graciosísimo» que el primero; ambos habían decidido, semanas atrás, unir sus carreras profesionales convencidos de que, al sumar sus «gracias», la enorme «gracia» resultante adquiriría un volumen ciclópeo, mastodóntico. El primer resultado de su alianza fue la elección del nombre de la sociedad: «el Dúo de Dos». Juntos, presentaban un nuevo programa-concurso, con mucho humor, algo de suspense, sana competitividad y, por qué no, alguna lágrima.

–Si usted guarda en su casa algún objeto «peculiar» … –explicó el Gracioso N.º 1.

–Es decir: un objeto que se salga de lo normal … –le interrumpió el Gracioso N.º 2.

– … tiene, exactamente, media hora para hacer con él un paquete y traerlo al Canal. Los tres mejores objetos seleccionados, es decir, los más peculiares …

– … pasarán a la final…

– … y al ganador, que será elegido por el público del programa…

– … le será entregado…

– … ante la atenta mirada del escribano Domínguez…

– … ¡¡¡un viaje para dos personas…

– … de una semana de duración…

– … con todos los gastos pagos…

– … a Bariloche!!!

De fondo, no dejaban de oírse aplausos, que se incrementaron cuando se hizo referencia a «el público del programa», cuando se nombró al escribano Domínguez –serio, calvo y de bigote triste, era un personaje infaltable en cada uno de los concursos de ese canal– y llegaron a la apoteosis cuando se dijo la palabra «Bariloche». ¿El nombre del programa?: El paquete del Dúo.

Más publicidad, un corte que amenazaba ser extenso porque debía dar tiempo a los participantes del concurso para que acudiesen con sus paquetes: «Aurora, Aurora, Aurora»; «¡Está desnudo!, ¡está desnudo!» (este anuncio se refería a un queso sin cáscara); «¡Qué lindos que son tus dientes! /le dijo la Luna al Sol / y el Sol contestó sonriente: / ¡Ja ja! Me los limpio con Odol».

Aunque Pipo odiaba lavarse los dientes, caminaba encorvado, sus cabellos rubios siempre estaban grasientos y se dejaba una barbita compuesta por unos pocos pelos blanditos que más bien parecían pelos de axila, en realidad, no era un muchacho feo porque tenía un par de ojos enormes de un color extraño: el exterior de la pupila era azul y el interior verde; además, cuando se le ocurría una idea genial, alrededor de las niñas de sus ojos le aparecía como una mancha amarilla, una mancha amarilla que estaba presente ese mediodía cuando declaró, decidido:

–Voy a llevar el pipófono.

Se refería a un «peculiar» aparatillo que descansaba en uno de los estantes del armario de su cuarto junto a medio sándwich de salamín picado fino, ambos envueltos en un suéter de punto azul. Consistía en una lámina con transistores, cables de colores, lucecillas, perillas, botones y un pequeño parlante. Con el material de su juego de electrónica, Pipo, días atrás, había estado tratando de construir no se sabe si una radio, un sintetizador o qué. Al oprimir un interruptor, el pipófono hacía… 

¡¡¡Zzzuuuuuummm!!!

Al girar una perilla, 

¡¡¡Piiiiiiiiiiii!!!

Al continuar girándola, 

¡¡¡Bip-Bip-Bip-Bip-Bip-Bip!!!

Y también podía hacer 

¡¡¡Shhhhhhhhhhhh!!!

… como si hubiera captado una transmisión de otra galaxia, desde la cual, una lejana y avanzada civilización le aconsejara a la humanidad que se mantuviera en silencio.

Aún así, el pipófono tenía un aspecto demasiado «tecnológico» como para enamorar al «público del programa», poco amante de las ciencias. Afortunadamente, la mancha amarilla seguía activa. Abrió nuevamente el armario y, tras apartar con cuidado el suéter de punto azul para que no se desmigajara el sándwich de salamín picado fino, Pipo extrajo un zapato viejo (pero digno) e introdujo en él el pipófono. A continuación, y tras un hábil movimiento de perilla, el zapato exclamó: 

¡¡¡Piiiiiiiii!!!

Si te divierte esta apasionante historia, no dejes de leer la Parte II:
El escribano Domínguez.

1 comentario

Pablo -

Hasta aquí viene de diez...
El comentario va al final del cuento.