El pipófono II
Para disfrutar más de esta historia, lee primero la Parte I. Aurora, Aurora, Aurora.
Parte II. El escribano Domínguez
Pipo introdujo el zapato en una caja sin marcas publicitarias y preguntó:
–¿Quién me acompaña?
–Primero deberías bañarte y vestirte adecuadamente –dijo Gonzalo haciendo notar que Pipo tenía puestos una camiseta a franjas horizontales grises y anaranjadas, un pantalón de franela marrón y unas zapatillas Flecha bastante mugrientas.
–¿Para qué participar? –se preguntaba Gabriel–. En estos concursos siempre gana la sobrina del cuñado del director del canal.
–Si vas a salir en la tele –dije–, lo mejor es que te veamos desde casa mientras almorzamos.
Nadie parecía tener fe en Pipo.
–Yo te acompaño –se decidió, por fin, Guille.
–¿Cómo? ¿Se van? –protestó la tía Haydée–. ¿Y quién se va a comer las milanesas con puré?
Nadie le contestó porque Guille y Pipo ya habían abordado el ascensor rumbo a la gloria. Candidatos a las milanesas, sin embargo, no faltarían.
El canal de televisión a donde se dirigían los valerosos hermanos estaba ubicado no muy lejos de donde residían. En el camino, se cruzaron, primero, con una fila de cinco automóviles Chevrolet de color azul tripulados cada uno de ellos por tres señores muy serios, de bigotes grandes o pequeños y anteojos oscuros, dos adelante y uno atrás, este último sostenía una escopeta Itaka, iban a gran velocidad y no respetaban los semáforos; minutos más tarde vieron otra fila de automóviles, esta vez eran de la marca Torino y de color gris, también estaban tripulados por señores semejantes y semejantemente distribuidos, aunque el de detrás llevaba desenfundada una pistola 45; y antes de llegar al canal vieron pasar a toda velocidad otros cinco coches en fila, verdes, de la marca Ford, con la misma clase de tripulantes pero con la única diferencia de que el de atrás llevaba una ametralladora. A Pipo le dio un poquito de miedo transportar bajo el brazo un paquete «no identificado» pero se tranquilizó al comprobar que, a medida que se acercaban al canal, las calles se iban llenando de gente que portaba paquetes de similares características y que reflejaba en su semblante una expresión de terror parecida a la suya al ver pasar esos escuadrones de automóviles.
Junto a la puerta del canal, varias docenas de personas, casi todos jóvenes, con paquetes de muy diverso aspecto, se arremolinaban en torno a un señor calvo, de bigote en forma de peine, de traje gris oscuro y anteojitos «de leer», al que los chicos no tardaron en identificar como al escribano Domínguez, aunque en la tele parecía más alto. Junto al escribano (casi pegados a él), dos muchachos y una chica bajita de trenzas rubias esperaban con cara de satisfacción. Uno de los muchachos, flaco, alto, con sombra de barbita en la pera y mirada tímida, sostenía con las dos manos un paquete largo e irregular; el otro, bajo, algo gordito y de cabello corto y pinchudo, guardaba en un puño un paquetito ínfimo, como el estuche de una joya; la chica de trenzas abrazaba con expresión ganadora una caja cilíndrica y larga, como de sombrero, envuelta en papel plateado adornado con corazones dorados y rojos y atada con una cinta de celofán.
–¡Gracias!... ¡gracias!... ¡gracias por venir! –le estaba diciendo el escribano a la muchedumbre–, ya tenemos a los finalistas. ¡Gracias por participar!
La mayoría permanecía en su sitio, entre la decepción y el enfado; algunos habían comenzado a retomar, cabizbajos, el camino de sus casas.
–¡Pero si ni siquiera miraron lo que traigo! –protestaba una señora.
–Otra vez será, lo siento –trataba de consolarla el escribano–. Ya tenemos a los tres que pasarán a la final: el chico éste, la nena de trenzas y…
Pero se interrumpió porque, desde la multitud informe, algo llamó su atención: un ruidito, una especie de
¡¡¡Bip-bip-bip-bip-bip!!!
– … y ese señor –agregó el escribano Domínguez señalando a Pipo.
El nuevo programa-concurso aún no había demostrado estar dotado de demasiado humor, tal vez sí algo de suspense, no sé si muy sana competitividad… pero ya derramaba su primera lágrima, si nos atenemos a la cara que se le puso al chico bajito de cabello pinchudo (el del paquetito ínfimo) al ver cómo el escribano y los tres «finalistas», junto a los que se había colado el Guille, se adentraban hacia las entrañas del canal, dejándolo solo al lado de la puerta, entre el resto del grupo de candidatos a concursante que comenzaba a disolverse. La vida, a veces, tiene este tipo de cosas tristes…
Si te divierte esta historia, no dejes de leer la Parte III. El público del prrograma.
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