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Grandes Amaestradores de Psiquiatras

El pipófono III

El pipófono III

Para disfrutar más de esta historia, lee primero las partes I y II, Aurora, Aurora, Aurora y El escribano Domínguez, respectivamente. 

Parte III. El público del programa

–¿No te encuentras bien, cariño? –le preguntaba, con acento mexicano, una señora cuarentona, baja, entrada en carnes y de cabello muy rubio peinado en forma de budín, que lucía un camisón de nailon, floreado, debajo de una bata también de nailon y también floreada con bordes de encaje, a su marido, un señor también cuarentón, de la misma altura o quizá más bajito, vestido con un amplio pijama a rayas, que ponía cara de malestar estomacal.

–Nada bien… La comida y la bebida de anoche me han sentado mal…

El hombre hablaba con un acento más mexicano si cabe, y una voz grave, dramática, más adecuada para decir cosas como «Me cansé de rogarle…» o «…pero sigo siendo el Rey».

–¿Pero cómo? –le miraba asombrada la dama–. ¿No has tomado ENO antes de acostarte?

–Se me olvidó esta vez –contestaba él, culpable.

–Pues… ¡tómalo ahora!

Resumiendo: al final, el hombre recuperaba su sonrisa.

A continuación, y con una música entre dramática y marcial de fondo, volvió a aparecer el general que había sido entrevistado momentos antes en el Noticias.

–¿Sabe usted qué están haciendo sus hijos en este momento? –ladró, clavando una mirada amenazadora en la tía Haydée, que en ese momento repartía milanesas entre la concurrencia.

El general advertía que a las Fuerzas Armadas, actuando en defensa de la nación, no les temblaría la mano a la hora poner en práctica todos los recursos que hicieran falta para lograr la derrota y total aniquilación de la delincuencia subversiva. Una sucesión de imágenes (encapuchados leyendo un comunicado; manifestantes tirando piedras a un autobús; un Arafat de ojos saltones discurseando a los gritos; estudiantes melenudos, con aire intelectual, contándose secretos y mirando en derredor; Fidel Castro comprobando que el micrófono estuviese conectado; una hippie de mirada psicodélica ofreciendo a la cámara una flor con una mano y sosteniendo un fenomenal porro en la otra…) ilustraban su disertación, que concluyó de esta manera:

–Es su responsabilidad evitar que sus hijos emprendan un camino de difícil retorno.

Todo esto ocurría después de un número musical del que, por más que lo intento, no puedo recordar quién o quiénes eran los artistas ni en qué consistía, pero que el «público del programa» premió con un aplauso cerrado. A continuación, los Graciosos N.º 1 y N.º 2 habían contado una serie de chistes que, como de costumbre, no nos habían hecho gracia, y habían protagonizado un número en el que uno imitaba no me acuerdo a quién y el otro le hacía de polichinela imitando a alguien del que tampoco me acuerdo, pero que el «público del programa» también había aplaudido a rabiar, ya que, la misión principal del «público del programa» consistía, de más está decirlo, en aplaudir. En realidad, la mayor parte del tiempo en que transcurría El Paquete del Dúo la ocupaba el «público del programa» aplaudiendo, aunque esto era menos de la mitad del tiempo «real» que transcurría mientras el programa estaba siendo emitido, el resto era publicidad.

Lo cierto es que, una vez apagado el volcán mesoamericano que rugía en las entrañas del caballero del anuncio ante la sabia y cariñosa mirada de su tan verticalmente peinada y rubia compañera, y de la irrupción del general con sus advertencias, unos aplausos nos indicaron que se acercaba el desenlace del concurso. Gonzalo y Gabriel estaban devorando sin piedad milanesas ajenas cuando, de repente… 

¡¡¡Riiiiiiing!!! ¡¡¡Riiiiiing!!! ¡¡¡Riiiiiing!!!

sonó el teléfono y atendió la tía Haydée.

–Hola, señor Heinkel… Pipo no está… Acaba de salir…

Pero se interrumpió porque Gabriel pegó un grito dejando ver en el interior de su boca abierta una bola de puré.

La orquesta del programa sonaba con fuerza y, acompañados por el Gracioso N.º 1, el Gracioso N.º 2 y el escribano Domínguez, los tres finalistas, portando sus paquetes, aparecieron en la pantalla. El aplauso era atronador.

La tía Haydée, presa de la emoción, colocó el tubo del teléfono sobre la mesa. Los tres finalistas eran, en realidad, cuatro, porque Guille, bajito y cabezón, acompañaba a Pipo y miraba al público con ojos valientes.

Uno de los Graciosos, ahora no me acuerdo si el N.º 1 o el N.º 2, recordó a los telespectadores las reglas del concurso: cada uno a su turno, los finalistas desempaquetarían, enseñarían y explicarían las «peculiaridades» del objeto que traían entre manos. A continuación, los objetos serían sometidos a la aprobación del público, quien consagraría al ganador por medio, cómo no, de la sonoridad de su aplauso. Si quedase alguna duda, el escribano Domínguez, tras consultar con el equipo de realización, que disponía de un delicado instrumento para medir el sonido (el famoso «aplausómetro»), proclamaría al objeto triunfador.

La suerte estaba echada. El Rubicón había sido cruzado. Los acontecimientos no tardarían en precipitarse…

Dio un paso adelante el muchacho flaco y alto, el que tenía sombra de barbita en la pera y mirada tímida, y comenzó a desempaquetar trabajosamente su paquete «guitarromorfo» (o tal vez debería decir «guitarroide»). Poco a poco fue apareciendo un extraño y precioso instrumento, algo así como una guitarra de cuerpo triangular bellamente decorada con un paisaje nevado, abedules y cúpulas en forma de cebolla.

–¿Podría explicarnos qué es este instrumento? –preguntó, amablemente, uno de los Graciosos.

–Es una balalaika ucraniana –contestó, con timidez, el joven.

–¿Podría decirnos para qué sirve? –preguntó idiotamente el Gracioso.

–Para hacer música –repuso el joven, con mirada de póker.

Hubo un embarazoso silencio. El escribano Domínguez dejó oír una tosecilla.

–¿Usted podría demostrárnoslo? –dijo el Gracioso con seriedad.

–¿Demostrar?… qué.

–Digo… Si podría ejecutarnos alguna pieza.

–Puedo intentarlo –contestó el joven mientras una gota de sudor se escurría en su frente.

Y a continuación, de la balalika ucraniana comenzaron a brotar, torpemente, las notas de Para Elisa.

Como el finalista no era precisamente un virtuoso y el tiempo, en televisión, «es oro», el escribano Domínguez le hizo un gesto al regidor del programa, un hombre que llevaba puestos unos auriculares y que era el responsable de todo lo que pasaba en el estudio. Éste comenzó a aplaudir mirando al público, que premió al músico con un tímido aplauso, un aplauso que, por supuesto no era el aplauso decisivo.

En casa, el silencio era total. Gonzalo tenía un pedazo de milanesa en la punta del tenedor y, con un movimiento nervioso, se lo metió en una oreja. La tía Haydée permanecía de pie con los ojos fijos en la pantalla y el señor Heinkel, en algún lejano punto de la ciudad, permanecía expectante.

Con una serenidad admirable, dio un paso al frente la niña rubia de trenzas. Primero, desató primorosamente el nudo de la cinta de celofán; a continuación apartó el papel plateado con corazones rojos y dorados dejándolo a medio quitar para que la caja roja de sombrero emergiera como un tulipán de entre el follaje lustroso, haciendo un ruidito estridente. Miró con insolencia al público, quitó la tapa redonda y descubrió el interior a la cámara.

La caja estaba vacía.

El silencio del estudio era sepulcral. El Gracioso, sorprendido, no sabía qué preguntar.

–¿Podría explicarse? –dijo, por fin.

–Con mucho gusto –contestó la niña, que tenía una vocecilla chillona y repelente–. He querido regalar al maravilloso público de esta emisora el presente más bello, más trascendental, más valioso. Pero, me dije: ¿cuál es la forma del amor?, ¿qué puedo poner en esta caja que represente la tibieza de la luz del sol, el trino de un ruiseñor, las gotas de rocío temblando en el pétalo de una rosa una mañana de primavera?, ¿cómo arrancarme el corazón del pecho y ofrecerlo a este público maravilloso que me está mirando, y tamabién al que se encuentra en sus hogares disfrutando de la dulce paz familiar, junto a sus seres queridos; a mi santa madre que me crió con tanto cariño…? Era imposible… Y, por lo tanto, he decidido dejar esta caja vacía porque, como dijo el poeta: «Lo esencial es invisible a los ojos».

El público, conmovido, prorrumpió en un aplauso sólido y contundente.

–¡Eso es trampa! –protestó Gabriel.

–¡Maldito bicho! –gruñí.

La tía Haydée se sentó junto a nosotros, parecía preocupada.

También parecía estar molesto el escribano Domínguez. La gente cada día estaba más avivada. Si en la primera emisión del primer programa resultaba vencedor un objeto tan… «metafísico» ¿qué podría esperarse en el resto del ciclo?, ¿qué domingo siete se sacarían, en lo sucesivo, los participantes de sus cajas vacías? Esto podía convertirse en algo incontrolable.

Pero Pipo no había dicho su última palabra, y la mancha amarilla de sus ojos había crecido hasta ocupar la casi totalidad de cada una de sus pupilas. Mientras la feroz niña interpretaba su show, él había introducido una mano dentro de su caja y algo estaba manipulando. Antes de que se disiparan los últimos aplausos, el estudio se conmovió con un repentino...

¡¡¡Shhhhhhhhhhhh!!!

Una risita empezó a brotar de las gradas del estudio, los Graciosos 1.º y 2.º sonrieron y desviaron la mirada hacia él; el escribano Domínguez hizo lo mismo, con una luz de renovado interés en su semblante.

–¡Que dé un paso al frente el tercer finalista! –gritó el Gracioso N.º 1.

Si te divierte esta historia, no dejes de leer la Parte IV. La madre y el padre de todos los aplausos.

1 comentario

Los Buscadores De Historias -

QUE DECIR DE UNA REDACCION MAGISTRAL... bueno, no es pa tanto. Si he de decir que cuando VERNIERI quiere decir algo lo dice como un maestro no afiliado.

Otra cosa: a partir del viernes pasado son los 2 últimos programas de los "buscadores"... pueden escuchar el del proximo viernes en el blog. un abrazo