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Las cataratas perdidas

Las cataratas perdidas

Casi siempre que oigo la palabra cataratas recuerdo un sueño lúcido que me provoqué hace más de veinte años y que al final se convirtió en un sueño ordinario. Volé «buceando» –con la cabeza por delante y los brazos extendidos hacia atrás, como los que son tan malos que se van «de cabeza al infierno»– en dirección a Buenos Aires, quería darle una mirada a mi barrio.

Llegué en una mañana luminosa y pude observar desde el aire las calles Humberto 1º, San José (desde donde podía ver la cúpula roja de la iglesia que forma parte de un convento de monjas de clausura) y San Juan.

No se veía a nadie, tampoco autos ni colectivos. Las casas estaban conectadas entre sí por medio de una compleja red de cañerías. Levantando un poco la vista hacia el este y hacia el sur pude ver otra rara novedad: en donde debería estar el parque Lezama, la Boca y parte de Barracas, se elevaba una especie de montaña (más bien una montañita, algo así como el cerro de Montevideo) cubierta de edificios.

Volé sobre San José hasta llegar a San Juan y doblar hacia la entrada del Subte. La estación San José, de la línea E, esconde un secreto olvidado que tiene relación con mi infancia.

Bajé, siempre de cabeza, por las escaleras rumbo a la oscuridad. Sabía que antes de llegar a la estación «nueva» –la inauguraron en los años 60– me encontraría con una puerta metálica que bloquea el acceso a la estación «antigua». La atravesé con la facilidad con que, si hay suerte, se suelen hacer las cosas en los sueños y llegué a mi destino.

Estaba oscuro, pero pude adivinar los andenes, las vías que por un lado conectan con Constitución y por el otro con Boedo, el mural de azulejos con el lago Nahuel Huapi y, en frente, el de las cataratas del Iguazú.

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