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Grandes Amaestradores de Psiquiatras

Esos honguitos que drogan (II)

Esos honguitos que drogan (II)

Lee primero la primera parte, Yo entré por la ventana, y disfrutarás más de este texto.

II. La cabeza seguía ahí

Tras una ensalada de rabanitos aliñados con un poco de aceite de oliva y sal, los fetuchinis al funghi della luna, con su cucharadita de queso parmesano y su botella de vino tinto, esta vez fueron sublimes. Nuestro apartamento se convirtió en un refugio en cuyo interior flotaba un ambiente de dicha, emoción y poesía. Todo tipo de ensoñaciones placenteras nos atravesaban y, tras comprobar que Paz, que había tenido una jornada de trabajo duro, dormía con una bella sonrisa dibujada en los labios, decidí imitarla, sin miedo ya a que ningún sueño desagradable se atreviera a importunarme.

Cuán errado estaba. Es verdad que las ensoñaciones agradables provocadas por la cena me indujeron a abandonar con prontitud la vigilia, pero al instante me encontré flotando en un mar negruzco constituido por un elemento similar al agua en la que se habían cocido los funghi. Este elemento se convirtió luego en una neblina del mismo color oscuro que, al disiparse, me transportó otra vez a la casa que había compartido con mis padres. Era ahora un adulto joven al que la conciencia torturaba con una imprecisa inquietud. Había participado en un crimen cuya naturaleza no recordaba, pero que amenazaba con salir a la luz, destruir mi vida y comprometer a mis seres queridos. Mis padres no estaban en casa pero pronto regresarían, y sobre la alfombra del vestíbulo yacía una extraña pelota rosada con manchas de rojo sangre, una pelota del tamaño del puño de un hombre robusto. Al fijar la vista en ella, descubrí que se trataba de la cabeza de un niño de días. ¿Quién había sido ese niño, y qué tenía yo que ver con su cabeza? No atinaba a recordarlo, pero en mi interior sabía que habría de rendir cuentas por él. Tenía, en principio, que ocultarla hasta encontrar una solución, una explicación a lo que había ocurrido. La casa en la que transcurrió mi infancia disponía de una instalación eléctrica muy antigua, y en un rincón de la pared, cercano al suelo, oculto por un sillón, había un agujero relleno de cables retorcidos y polvorientos. Decidí que no tenía más remedio que ocultar la cabeza allí mientras ideaba una solución definitiva, consciente de que, si esa solución tardaba en arribar, un insoportable hedor acabaría por invadirlo todo. Pero no me atrevía a tocar eso, por lo que decidí atraparlo con un utensilio (una especie de pinzas) que suelo utilizar para manipular las frituras cuando cocino para Paz. Traté torpemente de sostener esa bola de carne muerta pero el utensilio se reveló inapropiado, y la cabeza resbaló y se puso a rodar dando tumbos hasta detenerse debajo del sillón. «¿Cómo puede ser que me encuentre en esta situación? –me decía, desesperado–. Todo esto no puede ser verdad.» Pero me agaché hasta poner la mejilla sobre la alfombra para mirar bajo el sillón y, efectivamente, entre las sombras, la cabeza seguía ahí. El tiempo se acababa y mis padres estaban por llegar. No quedaba más remedio que extender el brazo, coger la cabeza con mis propias manos e introducirla en el agujero. Lo intenté, y en el momento en que las yemas de mis dedos estaban por tocar la fría piel del macabro objeto una explosión de horror se apoderó de mí.

Otra vez desperté bañado en sudor, como años atrás. No me animaba a respirar profundamente porque temía que, al inspirar, aquello incorpóreo y malvado causante de mis pesadillas se me metiera adentro y me hiciera más y más daño. Por suerte, Paz estaba allí, durmiendo tranquila y feliz, así que me hice un ovillo y me acurruqué de espaldas contra ella. Tan pequeño me sentía que, a pesar de su tamaño, era el parapeto que cubría mi retaguardia, y su calor, junto con su inocencia, fueron consiguiendo que mis músculos se relajaran y que, agotado, volviera a dormirme.

Pero la noche aún estaba en pañales. Ni bien volví a quedarme dormido, me sumergí en otra tremenda pesadilla. Me encontraba en mi apartamento y, de repente, percibía que una presencia diabólica me acechaba. Notaba que la ventana estaba abierta y que debía cerrarla para evitar que eso a lo que temía se introdujera en mi hogar. Intentaba hacerlo, pero las hojas de la ventana, que normalmente se cierran de dentro hacia fuera, se abrían hacia la calle justo en el punto en el que deberían trabarse. Entonces comprendía que aquello no provenía del exterior, sino que comenzaba a materializarse en medio de la sala. Era un ser blanquecino y transparente, un fantasma flotante largo y huesudo, cadavérico, que clavaba en mí las cuencas vacías de sus ojos. Aterrorizado y presa de un ataque de rabia, embestí contra él con la cabeza por delante, de la misma manera que embiste un carnero en celo. Y, en el momento mismo en que mi cabeza entraba en contacto con el espacio que el fantasma ocupaba, escuché una voz grave e inhumana (una voz que sonaba como si saliera de dentro de un mueble) que me decía: «Cuando llegue la noche». Abrí los ojos y comprobé que comenzaba a clarear el día. La amenaza, por lo tanto, se postergaba hasta la noche siguiente.

El espejo del baño me devolvió la imagen de un pobre infeliz de mediana edad, cansado, ojeroso y aquejado por alguna preocupación más que severa. ¿Qué significaba «Cuando llegue la noche»?, ¿qué desgracia estaba por ocurrir? ¿Un meteorito se estrellaría contra la Tierra?, ¿se desataría una guerra mundial y, en pocas horas, morirían millones de seres humanos? O tal vez se tratara de una catástrofe de tipo personal: ¿Moriría mi esposa en un accidente?, ¿habría llegado –me estremecí– mi propia hora? El espejo, lejos de contestarme, me devolvía la imagen de un pobre infeliz de mediana edad, cansado, ojeroso, aquejado por alguna preocupación más que severa y que, además, era un infame: un infame capaz de alegrarse de que un meteorito se estrellase contra la Tierra, de que una guerra relámpago exterminara a tres cuartas partes de la humanidad, de que un accidente le arrebatase a su ser más querido siempre y cuando nada feo le pasase a él. «Qué-va-a-pasar-esta-noche», me preguntaba y no dejaba de preguntarme.

Si te apetece, puedes leer a continuación la tercera parte Cuando llegue la noche.

1 comentario

Pascualino -

Quei funghi sono saporiti, ma non è necessario da abusare. Capisci?