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Grandes Amaestradores de Psiquiatras

Esos honguitos que drogan (III)

Esos honguitos que drogan (III)

Lee primero las partes I y II, Yo entré por la ventana y La cabeza seguía ahí, respectivamente, y disfrutarás más de este texto.

III. Cuando llegue la noche

–Esta noche –dijo Paz, que irrumpía en el cuarto de baño soñolienta pero con una sonrisa en los labios–, como habré terminado de traducir este coñazo de libro, habremos cobrado, y porque últimamente te has portado bien y me has preparado unos fetuchinis exquisitos… iremos a cenar al Duomo di Capua, ese restaurante italiano que tanto te gusta. Te noto cansado, ¿no has dormido bien?

–Más o menos –le respondí.

No, no sabía qué iba a suceder esa noche, pero empezaba a hacerme una idea de dónde iba a suceder. Y así fue como, al anochecer, tras un día en el que no pude evitar atormentarme de mil maneras, nos duchamos, Paz se puso ese vestido de seda que tan bien le sienta y yo mi camisa más nueva y mi americana negra de Armani, y nos encaminamos hacia el Duomo di Capua. Durante el trayecto, mientras conducía nuestro pequeño coche, me encontraba alerta de no excederme en la velocidad, de mirar de reojo a los demás conductores (no fueran a hacer alguna maniobra brusca), de detenerme en todos los semáforos en rojo –cosa que no siempre hacía, lo confieso– y de vigilar por el retrovisor a los coches que venían detrás, y me moría de miedo cada vez que se acercaba a nosotros un limpiavidrios. «Si alguien se me acerca por la espalda y me coloca una navaja en el cuello –me decía– seguro que será a la salida del restaurante.»

La primera sorpresa de la noche (y serían varias) ocurrió en la misma puerta del Duomo di Capua. Estudiando los precios de la carta, se encontraba una pareja: rubia, alta y delgada, ella; joven, con cierto aspecto de científico distraído y bastante guapo, él.

–¡Sara! ¡Qué sorpresa! –gritó Paz.

–¡Paz! ¡Qué suerte que nos hemos encontrado! –chilló Sara. Sí, la misma Sara que había conocido años atrás, la Sara rubia de piernas largas, brazos largos y dedos largos.

Se abrazaron y se dieron unos cuantos besos. Luego, vinieron las presentaciones.

–¿Conoces a mi marido? –preguntó Paz.

–Pues… sí. No sabía que estabais juntos. ¿Cómo estás, tanto tiempo? –dijo dirigiéndose a mí–. Hace, por lo menos, veinte años desde la última vez que nos vimos.

–¿Tanto? –dije yo, de repente sorprendido.

–Os presento a Mario –dijo enseguida Sara–, es estudiante de Biología.

Las chicas decidieron que compartiríamos una mesa. Paz me explicó que Sara era la editora con la que, últimamente, más trabajaba. Sara contó que me había conocido en tiempos en que ella era estudiante, pero que luego me había perdido la pista.

–¿A qué te dedicas ahora? –me preguntó cuando estábamos todos sentados–, últimamente no se oye hablar tanto de ti.

–Sobre todo… a la publicidad.

–¿Ah, sí? –interrumpió Mario, interesado–, ¿en qué producto has estado trabajando últimamente?, ¿un producto conocido?

–Bastante conocido –repliqué, serio–, ¿conocéis a «Hada, la ensaimada que anonada»?

En los rostros de las tres personas que me acompañaban detecté algo así como la represión de algo, no sabría decir si de una sonrisa, una lágrima o qué.

–Sí, la ensaimada Hada –contestó por fin Mario–, de pequeño siempre me comía una a la salida del colegio.

Nos interrumpió el maître, que llegaba con la carta, y se produjo un silencio porque todos nos concentramos en examinarla.

–¡Añolotis de ricota al funghi della luna! –descubrió Paz emocionada–. ¡Los hongos que drogan! Los comimos anoche, son exquisitos, os los recomiendo.

–Es verdad –dijo Sara con una expresión misteriosa–, los probé hace años y recuerdo que eran muy buenos. Yo también los pediré, después de una ensalada.

–Yo también me apunto –dijo Mario–, aunque no os hagáis demasiadas ilusiones. La Boletus ludiae es muy apreciada por su delicado sabor y por lo difícil de encontrar (no todos los otoños brota), pero eso de que «droga»... nada de nada. Si me hablarais de una Amanita muscaria o de una Stropharia cubensis otro gallo cantaría.

–¿Y el caballero? –preguntó el maître dirigiéndose a mí.

–Yo tomaré los escalopini –contesté un poco avergonzado.

Mientras cenábamos, Sara y Paz abordaron el tema del libro que Paz acababa de traducir. Se quejaba de que había sido escrito por un autor un tanto fraudulento, de ésos que explican un misterio con otro y que, al final del libro, uno termina decepcionado. Por ejemplo, un capítulo describía este «Grimorio para volar»:

El día de Santa Úrsula, matad un gallo que haya sido alimentado toda su vida sólo con semillas de ajenjo. Debéis degollarlo de izquierda a derecha con un cuchillo de hoja de plata forjado una noche de luna llena, y recitando mientras lo hacéis la siguiente oración en hebreo [y a continuación venía un largo párrafo en hebreo]. El día del solsticio de verano, dibujad un círculo en el suelo de vuestro gabinete –que, previamente, habrá sido purificado quemando unas hojas secas de abedul extraídas de una rama cortada en el momento mismo en que sale la estrella polar del día martes 13 de mayo de un año bisiesto– y, previamente untados vuestros cuerpos con la sangre del gallo que habréis sacrificado de la manera indicada, y tapándoos los ojos con la capucha de la capa mágica que habréis confeccionado siguiendo las instrucciones del capítulo precedente, declamaréis el siguiente conjuro [y a continuación venía otro largo párrafo en hebreo]. Cuando hayáis dicho la última palabra del conjuro, es decir «Amén», el demonio al que habréis invocado se convertirá en vuestro esclavo, y en la forma de un torbellino de aire os trasladará al lugar al que deseéis ir. Os advierto que, si no habéis cumplido todas estas instrucciones al pie de la letra o si, a lo largo del trayecto, la capucha de la capa mágica se desprendiera de vuestra cabeza y vierais a vuestro alrededor, el conjuro se rompería, el demonio que os transporta dejaría de ser vuestro esclavo y, por el contrario, vosotros pasaríais a ser esclavos de él para toda la eternidad.

–¿Te encuentras bien, cariño? –preguntó Paz, interrumpiéndose y dirigiéndose a mí.

–Tal vez un poco mareado… pero no es nada –respondí–. Y, ¿cómo se llama ese escritor?

–Absalón Herrera –me contestó, esta vez, Sara.

–¡Entonces, el libro del que habláis tiene que ser Je suis entrée par la fenêtre! –descubrí aterrado–. Ilustré hace años la edición francesa. Pero no lo he leído completo, el francés no se me da muy bien.

–Es uno de esos escritores –me ilustró Paz– que los protagonistas de El péndulo de Focault, de Humberto Eco, llaman «diabólicos».

–También comencé a leerlo pero lo abandoné en la página veintiséis –confesé avergonzado–, es un libro muy difícil.

–Absalón Herrera estuvo muy de moda en Europa en los años setenta –agregó Sara– pero luego fue quedando relegado al olvido. Hasta que el hecho «fortuito» de su suicidio volvió a colocarlo en el candelero. Sus libros se están reeditando y se venden como palomitas de maíz. La versión española de Je suis entrée par la fenêtre, por ejemplo, recién traducido por tu querida esposa aquí presente, estará en las librerías el mes que viene.

–¿Y se sabe por qué se suicidó? –preguntó Mario.

–Es un misterio –contestó Sara–. Vivía recluido en un pueblo de la Provenza. De repente desapareció. Después de buscarlo durante varios días, la policía encontró su cadáver en el salón de una mansión abandonada a pocos metros de su chalet. Estaba colgado de una vieja y oxidada araña de hierro. Lo impresionante, desde el punto de vista editorial, es que, desde entonces, las ventas de sus libros no han dejado de incrementarse.

–Lo que quiere decir –dijo entonces Mario señalándome con el dedo índice– es que, si este señor se suicidase, cada unidad de «Hada, la ensaimada que anonada» llegaría a valer millones.

Y entonces comprendí qué era lo que reprimían mis compañeros de mesa cuando les expliqué a qué me dedicaba. No era una sonrisa, no era una lágrima, nada de eso, era la más sonora carcajada que he oído en años. Una carcajada que duró largos minutos (a mí me parecieron horas), cuando parecía que comenzaban a serenarse empezaban otra vez, reían y reían mientras yo trataba de esbozar una sonrisa que no terminaba de salirme. Al final, pude lograr que mi boca dibujara una, diríamos, «sonrisa infecta».

–No te enfades, cariño –me dijo, por fin, tiernamente, Paz–. Son estos hongos que, de verdad, drogan. Tómatelo por el lado bueno. Sara es, en realidad, la persona que puede ayudarte a que vuelvan tus días de gloria. Bajo su responsabilidad se encuentran muchos de los más importantes proyectos de Editorial Galimatías. ¿No es cierto, Sara? Mi marido es un artista talentoso.

–Es verdad –dijo Sara–, recuerdo vagamente unos dibujos naíf muy bonitos, ideales para nuestra colección Libros para Recortar y Construir. Ya hablaremos.

Para ellos, fue una cena magnífica, divertidísima, realmente inolvidable. Yo trataba de poner cara de interés y, cuando me preguntaban algo, contestaba con monosílabos. Miraba a Sara y miraba a Mario y me maravillaba de que mi ligue de veinte años atrás se conservara tan joven y bella –tenía que rondar los cuarenta– y de que, de la misma manera que yo, años atrás, había vivido ese romance con ella cuando era una estudiante, ahora fuera ella la que experimentara el amor con un joven que, como mucho, apenas tendría unos veinte.

Después de los postres, el café y la copa, Paz me dijo al oído:

–Ahora, para demostrar que eres una buena persona, que no estás enfadado ni nos guardas rencor por habernos divertido un poco a tu costa, tras pagar la cuenta como el caballero andante que eres y dejarme a mí en casa porque tengo mucho sueño y mañana madrugo, acercarás con el coche a estos enamorados a donde te indiquen.

Antes de emprender la retirada, y para satisfacer una curiosidad, pregunté al camarero del Duomo di Capua si podía explicarme la receta de los añolotis de ricota al funghi della luna. Afortunadamente, el hombre, que se encontraba aburrido y con ganas de parlotear, fue claro y conciso:

Se colocan en el mortero un diente de ajo y una cebolla mediana junto con un puñado de almendras peladas. Se machaca bien. Mientras, se hierven durante unos minutos los hongos en un pequeño recipiente con agua. Cuando los hongos están blandos, se agregan al mortero y se sigue machacando todo hasta que el contenido se amalgame. A continuación, se derrite un trozo de mantequilla en una pequeña cacerola de hierro y se le agrega el contenido del mortero. Cuando la cebolla se haya puesto transparente, se salpimienta y se le añade un cucharón del agua en la que fueron hervidos los hongos. Se deja a fuego lento durante media hora y se le agrega una cucharadita (de las de té) de leche en polvo. Se espera a que la salsa adquiera consistencia revolviéndola con una cuchara de madera. Por último, tras apagar el fuego, se le deja caer por encima una lluvia de perejil. Se agrega a los añolotis de ricota y se sirve, cuidando de que, a mano del comensal, no falte un bol de porcelana con queso parmesano rallado.

Durante el trayecto, en el coche, las chicas siguieron conversando acaloradas sobre sus cosas mientras Mario dormitaba y yo, aunque seguía deprimido, por lo menos ya no tenía miedo a que se cumpliera la amenaza del sueño.

–¿A dónde vamos? –pregunté cuando Paz se hubo despedido.

Mario me indicó una dirección y continuamos viaje en silencio. Cuando llegamos, los tres bajamos del coche y, para mi sorpresa, ellos se despidieron cariñosamente entre sí.

–Pero, ¿cómo? –pregunté asombrado–, ¿no vivís juntos?

–Nos queremos mucho, pero cada uno en su casa –contestó Sara, abriendo la puerta del coche y colocándose en el lado del acompañante.

Mario se despidió de mí e introdujo una llave en la cerradura del portal de un edificio. Continuamos camino, yo pensativo y Sara canturreando no sé qué melodía.

–Sí que drogaban estos honguitos –dijo de repente–. Como aquella vez que me invitaste a probarlos y conseguiste hacerme el amor. La ponen a una risueña y proclive a la intimidad, a la sinceridad, a las confesiones...

Yo seguía en silencio, pero invadido por una extraña emoción.

–No sé si mañana me arrepentiré, pero voy a contarte algo que no sabes –siguió diciendo–. Si llegara a arrepentirme, lo atribuiría a los funghi de la luna: Mario es tu hijo, lo hicimos una noche parecida a ésta, o por lo menos bajo el influjo de la misma magia. Al principio creí que tú deberías saberlo, pero pronto me di cuenta de que era injusto pretender que esa criatura entrara por la ventana a tu vida cuando, desde el momento mismo de su concepción, había entrado por la puerta principal de la mía. Mis padres me ayudaron a criarlo y hoy es lo más importante que tengo.

–Deberías haber insistido –le repliqué lloroso–. Yo había tenido esa noche una pesadilla y estaba asustado. Si hubiese sabido que él existía, tal vez mi vida habría sido otra y no me habría zambullido de esta manera en la mediocridad.

–Tal vez tengas razón –me contestó tras reflexionar un rato–. Pero la historia se dio de esa manera. Esta vida es una especie de jungla, un sálvese quien pueda, nadie se atreve a compartir lo que ama. Le dije que ni sabía quién era su padre y él se acostumbró a que las cosas fueran así. Imagínate que te pones tonto y se lo dices. Dudo que te creyera y, en el fondo, ¿para qué? Él es feliz, nunca le hizo falta un padre. ¿Destruirías su felicidad? Vivo en ese edificio –agregó señalándome un portal–. Hoy lo he pasado muy bien. Llámame por lo de los dibujos, un beso a Paz.

No se terminó el mundo aquella vez, ni se me murió ningún ser querido, ni llegó mi hora. Se suele decir que la vida de los humanos transcurre de manera análoga a como transcurre un día: nacer es como el despuntar del alba, la infancia y la juventud equivalen a la mañana, la plenitud es como el mediodía (cuando el sol está en su cenit), después viene el atardecer, etcétera. Yo me encuentro ahora en el crepúsculo de la vida, ando bien de salud, suelo estar tranquilo, sólo de vez en cuando me sobreviene –como a tanta gente– una intensa angustia en la que, mientras dura, no dejo de preguntarme: «Cuando caiga la noche... ¿qué será de mí?».

18 de marzo de 2005

2 comentarios

Vernieri -

Aunque sólo hubiera servido para cosechar este soneto, habría valido la pena escribir todo aquel cuento.

Gracias siempre, Oliveira, y hoy más.

Oliveira -

BREVE COMENTARIO EN VERSO PARA LA PROSA DE VERNIERI

Le vino un arranque despoblado…
¡Se emputeció de golpe se diría!
La vida casi ya ni la vivía…
mismamente se pasaba de agobiado.

Sucede que la mina las achuras le guardaba
en frasco inconfesable… de lejía.
Mientras él, en esofágica alegría,
sus honguitos rantifusos maceraba.

Una sombra almibarada se cernía
tras la utópica semblanza de un asado
(que era sombra porque nadie la quería).

En afán diquero de luctuosa algarabía
por fin el sueño rante era pesado
en su salsa… macarrón, papel y alegoría.