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Grandes Amaestradores de Psiquiatras

El pipófono IV

El pipófono IV

Para disfrutar más de esta historia, lee primero las partes I, II y III, Aurora, Aurora, Aurora, El escribano Domínguez y El público del programa, respectivamente. Me he permitido, para ilustrar esta cuarta y última parte de El pipófono, subir un retrato de Pipo, datado en 1983, en el que puede apreciarse, además de cierto parecido a no sé qué filósofo griego, la mancha amarilla en el interior de sus pupilas. 

Parte IV. La madre y el padre de todos los aplausos

Mis dos hermanos se colocaron frente a la cámara, que comenzó a cerrar el objetivo sobre la caja que Pipo llevaba en sus manos. Antes de quitar la tapa, metió nuevamente dos dedos dentro, y la caja dijo, tímidamente, 

¡¡¡Piiiiiiiiiiii!!!

Las risitas del público iban convirtiéndose en risas adultas.

–Pero... ¿qué tiene ahí? –dijo asombrado el Gracioso N.º 2.

Gonzalo dio un grito al ver ampliadas en la pantalla las manos de Pipo, con sus uñas pequeñísimas –acostumbraba comérselas–, lo que en absoluto quiere decir limpias, que iba apartando la tapa de la caja.

Cuando el «público del programa» descubrió que lo que hacía esos ruiditos era un zapato (y un zapato tan triste) las risas adultas eran ya carcajadas incontenibles.

Hubo que esperar un buen rato hasta que pudiera continuar el interrogatorio.

–Y dígame –perguntó, por fin, no me acuerdo cuál de los dos Graciosos–, ¿qué es eso?

–Un pipófono.

–Un... ¿qué?

–Un pipófono.

Otra vez las carcajadas. Hasta el escribano Domínguez reía ahora con las manos en la barriga. ¡Qué nombre más cómico para un zapato sonoro!

–¿Y por qué se llama así?

–Porque lo inventé yo... Y yo me llamo Pipo.

El estudio tembló. El «público del programa» se moría de risa.

–¿Y cuál es la «peculiaridad» de ese... simpático artefacto?

–Puede hacer esto:

¡¡¡Zuuum!!! ¡¡¡Zuuum!!! ¡¡¡Zuuum!!!

esto:

¡¡¡Piiiiiiiiiiii!!!

esto:

¡¡¡Bip-bip-bip-bip-bip-bip!!!

y esto:

¡¡¡Shhhhhhhhhhhh!!!

Ante cada ruidito, el público reía más y más.

–¿Y para qué sirve?

–Aún no lo sé, pero...

Para dar una idea de la carcajada que lo interrumpió, sépase que a una señora del público la tuvieron que sacar acompañada de unos bedeles, no sé si porque se desmayó, porque se estaba haciendo pis o qué.

El tiempo del programa se estaba agotando y urgía proceder rápidamente a las votaciones.

–¡Rápido! ¡Un fuerte aplauso para la balalaika ucraniana!

La novia y la mamá del muchacho flaco y alto con sombra de barbita y mirada tímida aplaudieron y gritaron con todas sus fuerzas, pero sólo las acompañó algún clap-clap-clap puntual.

–¡Un fuerte aplauso para el conmovedor regalo de la chica rubia!

De las gradas brotó un reconocido, aunque insuficiente aplauso «ético». La niña de trenzas agradeció con una reverencia y una sonrisa amplia, pero acompañadas de una mirada rencorosa y antisocial. Al mismo tiempo, del pipófono intentó salir un corto ¡Piii! seguido otra vez por una carcajada general, pero el escribano Domínguez advirtió con seriedad:

–¡Ojo, pibe, que te descalifico. No te hagas el vivo!

–Y ahora –concluyó el Gracioso N.º 1, al que se le había unido el Gracioso N.º 2–: ¡Un fuerte aplauso para el pipófono!

Aplaudió el público del programa como no había aplaudido nunca ningún público de ningún programa desde aquella vez en que a una famosa presentadora de un almuerzo televisivo se le había salido una teta, en un descuido, de su vestido escotado. Aplaudió Gabriel, aplaudió Gonzalo, las milanesas volaron por el aire, aplaudió la tía Haydée con los ojos llenos de lágrimas, aplaudió seguramente el señor Heinkel dentro del tubo del teléfono... Yo aplaudí con manos y pies y grité como nunca habría de aplaudir y gritar en el resto de mi vida. Toda la ciudad aplaudió en un aplauso inconmensurable, de norte a sur, de este a oeste... fue la madre y el padre de todos los aplausos que hubo y que habrán.

En fin, que Pipo y Guille se fueron a Bariloche semanas más tarde. Pero no la pasaron nada bien, porque tuvieron la mala suerte de beber de un grifo del que brotaba un agua non sancta, lo que les produjo una diarrea que los tuvo cagando los siete días que duró el premio. Peor fue la época que se abría a su regreso, con tantas columnas de humo elevándose en la ciudad, mientras escuadrones de Chevorlets azules, Torinos grises y Fords verdes la recorrían de una punta a la otra: los Chevrolets se dedicaban a aniquilar a los violentos de hecho; los Torinos, a los por omisión; los Fords, a los indiferentes, y además había unos hombres de bigote y anteojos oscuros que recorrían a pie las calles e iban aniquilando a los melenudos y a los fumadores de mariguana, en una orgía de violencia que duraría una década.

Menos la tía Haydée, que se nos fue por causas naturales, todos sobrevivimos a ella, gracias a Dios.

2 comentarios

Vernieri -

Gracias, Pablo, por la visita y tu comentario tan a favor. Recibe un fuerte abrazo.

Pablo -

ESPECTACULAR !!!!!!
Casi "tal cual" como yo lo recuerdo.