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Grandes Amaestradores de Psiquiatras

La llave

La llave

Hace unas noches, soñé que recibía visitas.

Se armaba una reunión y se hacía necesario abastecerse de víveres.

Dejaba a mis amigos solos en casa mientras bajaba a comprar algo con que agasajarlos.

Al regresar, en la puerta del edificio coincidía con otro amigo que venía a unirse al evento.

Subíamos juntos en el ascensor.

Entrábamos en casa y, durante mi ausencia, se había unido más gente a la fiesta.

En el balcón, unos hombres semidesnudos, musculosos y maquillados, comenzaban a moverse al compás de una música sinuosa.

Había gente hasta en la cocina, sede de incipientes romances y conversaciones filosóficas.

«¿Cómo pude haber llegado a esto?», me preguntaba, inquieto, mientras escuchaba que alguien introducía una llave en la puerta de casa y, acompañado de más personas, la abría y entraban.

Se trataba de un antiguo amigo, de esos que se han ganado mi amistad gracias más a su simpatía que a un auténtico conocimiento mutuo.

–Pero ¿cómo es que tienes mi llave? ­–le preguntaba, absorto.

Él me miraba sorprendido, antes de responder:

Todos tenemos tu llave.

Oigo una voz

Oigo una voz

Oigo una voz que viene del centro.

El punto exacto no lo sé, se encuentra muy dentro.

Es una voz que también viene de arriba; no sé bien la altura, pero es una voz viva.

Dije «oigo», pero no, esta voz no es un sonido.

Dije «dentro», pero no, no es mi corazón su nido.

Dije «arriba», pero el cielo es un tapiz detrás del cual está el vacío.

Dije «viva», pero es más, en esta voz está la vida.

Cuando intento que esta voz tan viva me conteste, de forma instintiva me oriento hacia el este.

Y a veces me contesta (la voz esta).

 

(20 de abril de 2012, 7:29)

Sevilla y la conflagración cósmica

Sevilla y la conflagración cósmica

Puedes leer esta mininovela aquí.

Las cataratas perdidas

Las cataratas perdidas

Casi siempre que oigo la palabra cataratas recuerdo un sueño lúcido que me provoqué hace más de veinte años y que al final se convirtió en un sueño ordinario. Volé «buceando» –con la cabeza por delante y los brazos extendidos hacia atrás, como los que son tan malos que se van «de cabeza al infierno»– en dirección a Buenos Aires, quería darle una mirada a mi barrio.

Llegué en una mañana luminosa y pude observar desde el aire las calles Humberto 1º, San José (desde donde podía ver la cúpula roja de la iglesia que forma parte de un convento de monjas de clausura) y San Juan.

No se veía a nadie, tampoco autos ni colectivos. Las casas estaban conectadas entre sí por medio de una compleja red de cañerías. Levantando un poco la vista hacia el este y hacia el sur pude ver otra rara novedad: en donde debería estar el parque Lezama, la Boca y parte de Barracas, se elevaba una especie de montaña (más bien una montañita, algo así como el cerro de Montevideo) cubierta de edificios.

Volé sobre San José hasta llegar a San Juan y doblar hacia la entrada del Subte. La estación San José, de la línea E, esconde un secreto olvidado que tiene relación con mi infancia.

Bajé, siempre de cabeza, por las escaleras rumbo a la oscuridad. Sabía que antes de llegar a la estación «nueva» –la inauguraron en los años 60– me encontraría con una puerta metálica que bloquea el acceso a la estación «antigua». La atravesé con la facilidad con que, si hay suerte, se suelen hacer las cosas en los sueños y llegué a mi destino.

Estaba oscuro, pero pude adivinar los andenes, las vías que por un lado conectan con Constitución y por el otro con Boedo, el mural de azulejos con el lago Nahuel Huapi y, en frente, el de las cataratas del Iguazú.

José y Marcial

José y Marcial

En aquellos tiempos, La Paz comenzaba a cerrar hacia las cuatro de la mañana.

Un par de horas antes, a eso de las dos, en alguna de las mesas ubicadas junto a la ventana que daba a Corrientes, solían sentarse un par de personajes grises, cuyos nombres no recuerdo pero que hoy los llamaré «José, el de la quimera» y «Marcial, que aún cree y espera». Eran los fijos de esa mesa y de esa hora, pero por lo general solían estar acompañados por un elenco cambiante entre los que creo que podían estar –además de «Abel, que se nos fue pero aún me guía»– Jorge Cosachcow o Rochelle Maxwell (corríjanme si me equivoco, el tiempo suele escribir en la memoria pasajes erróneos mucho más graves).

José y Marcial siempre (incluso en invierno) bebían ginebra con hielo. José y Marcial, además, se sabían de memoria todas las letras de todos los tangos, por lo que en aquella mesa había que ser muy cuidadoso con las citas tangueras si uno no quería sufrir reprensiones humillantes.

Lo sorprendente es que José (o Marcial) era tipógrafo y dueño de una pequeña imprenta ubicada no muy lejos. Algunas veces, cuando ya habían pasado largamente las cuatro y se veía venir el momento en que «el mozo le baldea las patas al escabio», ambos partían cabizbajos en dirección a la imprenta.

Allí, entre mate y mate, el linotipista tecleaba directamente en la máquina lo que su ayudante le iba dictando y, de esa manera, iban naciendo cancioneros como los que pueden ver sobre estas líneas.

No eran fáciles de encontrar, aun en esos años, fuera de la calle Corrientes; pero nunca estaban ausentes en el quiosco ubicado justo frente a esa ventana de La Paz.

He tenido la suerte de conservar alguno.

Detrás está el sol

Detrás está el sol

El siguiente texto es un intento de reflejar el ambiente de la novela El cerco rojo de la luna, de la escritora argentina Silvia López.

La tormenta

Esa noche el cielo estaba claro, pero la luna, baja, plena, tan cerca de la tierra que parecía caer en el campo, tenía un cerco rojo alrededor. Le sucedió un amanecer cubierto de nubarrones de un color gris verdoso que anunciaban temporal. La atmósfera se fue tornando oscura y agorera antes de que se desencadenaran, con violencia inusitada, la tragedia y la tormenta a la vez. No se trataba de una tormenta habitual, la oscuridad duraría muchos días de penumbra y semipenumbra que hicieron pensar a muchos que había llegado la noche definitiva.

En los mejores momentos, el sol regresaba por unos instantes, teñía de rosa la nieve, la llovizna, las partículas del aire, pero después se escondía, opaco y débil, como si agonizara. Entonces el aire se volvía a poner de color mercurio mientras caía una lluvia tan sutil que sólo se percibía a través de las luces de los jardines. Y a continuación, de nuevo la cerrada oscuridad, hora tras hora, sin atisbos del amanecer.

«El infierno es de hielo», afirmaba Vone, la joven internada en el Hospicio de Buas que no concebía la duda y sólo experimentaba certezas. Otra de sus certezas era que había asesinado a sus padres en medio de una tormenta similar, también precedida por la luna y su cerco rojo. La tormenta es un fenómeno que suele terminar, pero la tragedia puede extenderse durante décadas.

Pronto se supo que el fenómeno meteorológico no era local, estaba presente, de distintas maneras, en diferentes lugares del mundo. Un tifón en el Egeo, por ejemplo, además de provocar graves daños en las localidades costeras, había hecho desaparecer un barco con toda su tripulación. La comunidad científica comenzó a advertir que el planeta estaba siendo afectado por una tormenta magnética, y el hecho de que no funcionaran los relojes parecía confirmar estas advertencias.

Los pájaros, que no usan reloj pulsera, parecían ser los más afectados. Los pinzones que habitaban el bosque de pinos que rodea el Hospicio de Buas por momentos saltaban insomnes, o cantaban como si hubiera llegado el amanecer, o se ponían a dar vueltas y vueltas alrededor de la cúpula hasta caer de cansancio. A medida que fueron pasando los días, también comenzaron a verse insectos alterados, como el caso de las orugas, que estaban perdiendo su capacidad de camuflaje y no podían cambiar de color, adquirir forma de hoja u ocultarse debajo de una ramita.

«¿Nos volveremos a ver? Será mejor que nos despidamos para siempre. Debe estar por llegar el fin del mundo –recomendó Víctor, tío de Vone, a su hijo Hervé, miembro de la comunidad científica–. El día y la noche no se distinguen, dentro de poco no vamos a saber en qué siglo vivimos.»

«Sólo puedo decirte que en el Observatorio –Hervé se refería al lugar donde trabajaba, en el piso cuarenta y seis del edificio más alto de la ciudad– comprobaron que la Tierra gira seis milésimas de segundo más despacio que ayer. Pero no hay que preocuparse, el Universo tiende a encontrar su propia regulación.»

«¿Estaremos por entrar en una Nueva Era?»

«Probablemente.»

El hospicio

Al Hospicio de Buas, ubicado en un viejo castillo compuesto por un cuerpo central coronado por una inmensa cúpula, jardines que comunicaban los distintos sectores, un camino lateral que se perdía en un bosque de pinos y una muralla cubierta con enredaderas perennes que lo protegían, se accedía cruzando el Portón de los Hierros. Para llegar al pabellón de las internadas había que atravesar un pasillo que se torcía en sí mismo como una cinta caprichosa. Pero antes era necesario subir por la escalera imperial, una escalera imposible de describir con precisión y que infundía extrañas ensoñaciones a todo el que subiera o bajara por ella.

A Alex, médica encargada de cuidar por unos días de las internas, esas ensoñaciones la llevaron, cuando subía, a darse cuenta de que algo estaba ocurriendo en su alma, algo inesperado que la conducía a la deriva de la razón, a encontrarse sin fuerzas, a sentarse en un escalón, primero, y a perder el sentido, dormirse o desmayarse, después. Hervé, por su parte, cuando bajaba en busca del jardín, sintió que debía sobreponerse a la tentación de caer. El hueco de la escalera, un abismo arquetípico en cuyo fondo sólo puede estar la nada, le infundía terror. Lo interesante es que, del mismo modo en que la tormenta y la tragedia estallaron a la vez, las tribulaciones de ambos en la escalera imperial también fueron simultáneas.

Víctor, que era escritor, había intentado construir para sí mismo una descripción racional:

«De acuerdo con la ley de gravedad, lo pesado debe cargar lo más leve, y por lo tanto es esperable que la escalera haya sido construida sobre cimientos; sin embargo, sus peldaños parecen salir del fondo de la tierra, crecen en línea recta y flotan en elipse bordeando la torre, como si se perdieran en el aire».

Y había concluido, con sorpresa:

«La escalera pretende comunicar espacios situados en diferentes alturas pero en realidad desprende corredores interminables con curvas que llevan de regreso al mismo lugar».

Ya en las entrañas de Buas, atraía la atención del visitante el elemento humano. Entre las internadas, sobresalían, además de Vone, una mujer que estaba obsesionada con el tiempo y su control cuyo estado había empeorado con la tormenta magnética, como esos relojes descontentos que ya no sabían qué hora dar; una niña, Marilú, que ansiaba morir pero terminaba sobreviviendo milagrosamente a todos sus intentos de suicidio –y a la que Vone, generosa, se había propuesto ayudar a que lo consiguiera–, y una misteriosa bella durmiente que había accedido al hospicio para realizar un trabajo y que, por íntimas circunstancias, había decidido autointernarse. También había un psiquiatra que ya no hacía preguntas y se limitaba a recetar somníferos; una enfermera que se expresaba siempre con refranes –costumbre que desestabilizaba a las internas– y media docena de limpiadoras cuyos cantos tenían propiedades calmantes y sus ocurrencias, siempre acertadas, eran el mejor remedio contra la angustia producto de la noche interminable.

«Dicen que el firmamento es oscuro –opinaba, por ejemplo, una de ellas– pero detrás está el sol y por lo tanto el día. Y que en algún lugar hay un amanecer de color lila, una orilla repleta de espuma, islas con palmeras y arrecifes de coral.»

«Hagan de cuenta que el tiempo se ha detenido –decía otra, esotérica como casi todas las gitanas– y aprovechen la ocasión para sentirse eternas.»

La tragedia 

«La vida es extraña, un amontonamiento de circunstancias», pensaba Hervé cuando acudía a su mente la génesis de la tragedia. Porque si la tormenta era un fenómeno que afectaba a todo el mundo y provenía del sol, la tragedia se había desencadenado en su familia y uno de los protagonistas era él. El lugar exacto donde había comenzado todo era La Sorpresa, la plantación de rosas que administraban sus tíos Fran y Catherine, los padres de Vone. 

El camino de los sauces, el lago con sus peces exóticos –tres de los cuales eran iguales a otros tres que habitaban el cuadro de un pintor flamenco y a veces se atrevían a abandonar su hábitat para conversar con Vone–, el sendero de las rosas antiguas, el camino de las arbustivas, la plantación de rosales ingleses, el sector de las rosas Felicia, la media milla de híbridas, el cultivo de las Iceberg, la casa de campo con su recova en la que habían sido tan felices... Todo había quedado destruido en un instante al estallar la tormenta-tragedia.

No todo. Los loros alejandrinos, que tantas frases hechas eran capaces de recitar en su jaula de carey, se habían reproducido y sus crías todavía habitaban el lugar. Y también habían sobrevivido las rosas Anna Livia, una especie inmortal, que seguían floreciendo cuatro veces al año con la misma iridiscencia. Un amontonamiento de circunstancias había determinado el paisaje sentimental en medio del cual su vida había transcurrido los últimos veintiséis años, un paisaje de deseo, miedo, culpa y, principalmente, ese otro sentimiento, el innombrable, el capaz de establecer el inicio y el final de ciclos completos, incluyendo sus signos y sus presagios.

Silvia López vivió en España y Francia, donde completó sus estudios. Se doctoró en Psicología Clínica y trabaja como psicoanalista. Es docente en la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires e integra jurados de tesis de doctorado y maestría. Miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis desde su fundación en 1992, ha publicado numerosos artículos y ensayos en Argentina y el exterior. Es también autora de las novelas Cálculo y presentimiento (2012) y Diván francés (2016).

El cerco rojo de la luna

El espantapájaros bandido

El espantapájaros bandido

A Elías Vernieri

Lo sorprendió dormido y lo atacó

Malas señales, intuiciones y sensaciones fueron el resultado –vigente al menos durante el resto de mi infancia– de mi primer contacto con la ciencia médica, esa mañana en la que Maribel me llevó al centro de vacunación más cercano con la intención de inmunizarme contra quién sabe qué epidemia infantil. Aunque no había cumplido los tres años de vida, creo recordar que fue necesario combinar diferentes recursos escénicos y literarios para minimizar la inquietud que me generaban ese ambiente dominado por el olor a alcohol, las expresiones de malestar de los demás bebés y esa gruesa jeringa cargada con un demasiado llamativo e inquietantemente viscoso líquido amarillo, coronada por su larga y fina aguja, más la sospecha de que se trataba de un artilugio expresamente pensado para clavar algo punzante en alguien o algo.

Pero, como decía, todo el entorno adulto, mi santa madre al frente, se confabuló para convencerme de que se trataba de temores infundados, de que lo evidente no habría de realizarse jamás y de que lo que se veía venir no tenía por qué llegar.

Incluso se me engañó mojando en alcohol un algodón para frotarme con él suavemente la parte más carnosa del brazo; aunque es verdad que quien lo hacía también aguantaba en la otra mano la amenazante jeringa que escupía gotitas viscosas y amarillas por la punta.

–¿Duele? –me preguntó mientras frotaba.

Negué, esperanzado.

–¿Pincha? –volvió a preguntar.

–¡No pincha! –reconocí, aliviado, empezando a creer que la estaba sacando baratísima.

Fue en ese instante, con todas las alarmas silenciadas, que se abalanzó sobre mí y me vacunó sin piedad.

Debo de haber protestado con amargura –la trampa me ofendía, el autoengaño me enfurecía y el pinchazo me había dolido bastante– porque cuando, ya en casa, el arquitecto López, que estaba desayunando, le preguntó a Maribel cómo se había portado Jorge, ella respondió:

–Mal. Le dijo «idiota» al médico.

Sólo la tía Haydée, que sabía ponerse en el lugar del prójimo, festejó mi ocurrencia con ternura.

Ojo, no pretendo con esto negar que probablemente se me estaba librando de la tan temida mortandad infantil y que, gracias a ese pinchazo, mi vida pudo extenderse todas estas décadas, cada una de ellas con su particular desasosiego existencial, pero permítaseme que me queje un poco del apego que todavía existía a mediados del siglo pasado, entre las generaciones que me antecedieron, a garantizar la felicidad futura de los niños mediante el recurso a desenfrenos terapéuticos.

Eran tiempos en que se lo esperaba todo de la ciencia: todo dios estaba convencido de que la desaparición del hambre en el mundo dependía, básicamente, de la acumulación de un millón más o un millón menos de toneladas de DDT. Hollywood había convencido a gran parte de la humanidad de que ningún mal duraba más de ciento veinte minutos, siempre y cuando en los últimos quince el protagonista encontrara la forma de resolver el conflicto mediante el exterminio de algo o de alguien.

Y mi familia no era la excepción. El drama de la tía Socorro, una hermanita de mi abuela que en determinado momento había sido calificada de «algo flacucha» y se le había administrado un tratamiento fervoroso e insistente a base de laxantes, recién interrumpido en el momento en que ella pasó a ser en un angelito, no fue suficiente para que comenzaran a vislumbrar la conveniencia de adoptar un concepto de salud diferente.

Lo cierto es que, habiendo sido arrojado al mundo en una época signada por semejantes paradigmas, no tardaría en ser víctima de nuevos tormentos no menos innecesarios ni peligrosos.

 

El caso es que Pinocho estaba grave

Lo peor es que, a esa edad, el tiempo transcurre tan lentamente que sólo fueron necesarios unos pocos meses para que olvidara lo sufrido. Apenas un año más tarde tuve un accidente, un perdonable error de cálculo relacionado con el funcionamiento del subibaja de la Plaza Garay, y hubo que zurcirme tres puntos en la pera. Se me exigió un demasiado alto concepto de valentía y cumplí –la valentía no consiste en no sentir miedo sino en vencerlo–: aún puedo ver con nitidez la imagen del médico de guardia sobre mí, concentrado, supliendo con puntadas muy juntas y entrecruzadas alguna rotura localizada en la parte inferior de mi mandíbula. Esta vez no insulté y se me comparó al santo que lleva mi nombre (hermoso santo de lustrosa armadura, valeroso y galante).

Los elogios de la gente mayor son siempre interesados, más me hubiera valido morder, gritar y patalear. Pero sobre todo más me hubiera valido, un año más tarde, no haber sido tan veloz en la adquisición del uso del habla. No lo digo por eso de que «En el mucho hablar nunca faltarán sandeces» sino porque, de otra manera, a nadie se le hubiera ocurrido pensar que mi voz era un poco «ronquita», defecto que a esa edad y en aquella época tenía consecuencias quirúrgicas.

Y así fue como, una preciosa tarde, tras ser bañado, perfumado y peinado con raya a la izquierda y gomina, san Jorge fue trasladado, en taxi, en un viaje lleno de sonrisas y conversaciones sobre cómo embellece el coraje a los héroes, hasta una clínica ubicada en un suburbio de Buenos Aires llamado Ramos Mejía.

Entramos a un recinto que estaba muy bien iluminado y en el que, sobre una mesa pulcrísima, se podían ver, alineados a la perfección, tenebrosos instrumentos de acero. Los había de diferentes formas pero, en general, predominaban los que tenían forma de tijera. Recuerdo especialmente una a la que ahora llamaría «tijera equívoca», porque comenzaba como una tijera normal pero, hacia la mitad, las hojas se inclinaban a un lado formando un ángulo obtuso, como si su función en el momento de cortar consistiese en amagar hacia adelante y cerrarse de manera repentina sobre un objeto distraído ubicado a un costado, y otra a la que habría definido como «tijera-cubierto», porque en lugar de hojas estaba formada por algo parecido a dos cucharas de sopa, como si en una cena elegante nos sirvieran un plato de sopa de fideos grandes y resbalosos a los que es necesario atrapar mediante movimientos certeros y precisos.

Es innegable que el espectáculo de toda esta instrumentación desplegada me inquietaba un poco, pero no me asusté porque, además de considerarme un santo capaz de atravesar con su larga lanza (adornada con un vistoso banderín triangular casi llegando a la punta) a cualquier dragón que me cerrara el paso, supuse que todos esos elementos estaban destinados a la cura de algún paciente extremadamente enfermo, y la verdad es que a mí no me dolía nada; todo lo contrario: me sentía un campeón re sano.

Tampoco era la primera vez que un doctor o doctora me solicitaba que abriera bien grande la boca y dijera «aaah»; de hecho, esa misma semana había visitado, acompañado por Maribel o el arquitecto López, diferentes consultorios en los que me fue requerido eso mismo con el objeto de observar mi garganta con una curiosidad grave y profunda. Pero esa tarde la mirada era mucho más seria e incisiva, y el tiempo que debía permanecer con la boca abierta parecía no terminarse. Para colmo, el doctor, para dotar de exhaustividad a su investigación, se servía de un instrumento en forma de aguja que me provocaba cierto dolor y la segregación de algo de saliva que, por momentos, me ahogaba.

Intenté cerrar la boca pero descubrí que algo me lo impedía. Pensé que Maribel o el arquitecto López no tardarían en ayudarme –último recurso de los héroes que luchan contra el mal– y descubrí con horror que no estaban presentes. La batalla se ponía complicada: el dragón, tras estudiar de manera meticulosa las cualidades anímicas del caballo y los puntos débiles de la armadura del caballero, había elaborado un complicado plan de ataque y procedía a ejecutarlo a la perfección. Ahora, blandiendo la tijera equívoca en una mano y la tijera-cubierto en la otra, procedía a infligirme el golpe de gracia, sin que nada ni nadie osara detenerlo.

Tengo que certificar ahora (ha llegado el momento de hacerlo) –mientras el cirujano corta con la tijera equívoca quién sabe qué objeto distraído ubicado en quién sabe qué rincón lateral de mi garganta, y atrapa, mediante un movimiento certero y preciso, un fideo grande y resbaloso que reside en esa misma cavidad– que en ese entonces, aunque resulte difícil de creer, la cirugía para extraer las amígdalas se realizaba sin anestesia. Eso explica mi nacimiento al dolor (al dolor intenso) y a la convicción de encontrarme tan enfermo como nunca lo había estado.

 

A un viejo cirujano llamaron con urgencia

Recuerdo que, tras un lapso de tiempo de no sentir nada –lapso que los diseñadores duchos en Photoshop de hoy en día representarían mediante un amplio plano compuesto de cuadritos grises y blancos–, el dolor y la sensación de estar muy enfermo regresaron y eso me hizo entreabrir los ojos. Me encontraba acostado en una cama armada con sábanas blanquísimas. A uno y otro lado pude ver a una enfermera de esa época (muy parecida a la que, aún hoy, nos recomienda silencio desde las paredes de algunos centros de salud) y al arquitecto López, ambos con aspecto angustiado, que parecían darme la bienvenida. Traté de incorporarme, pero sólo atiné a responder a sus buenos deseos ensuciando esas sábanas blanquísimas con una gran bocanada de sangre espesa. La expresión de terror de él es mi último recuerdo antes de que retornaran los cuadritos, aunque más adelante supe que esa expresión era el reflejo de otra: la de la enfermera.

La verdad es que había huido hacia el interior de mí mismo, donde se está bien «por defecto», a esa dimensión en la que residen aquellos afortunados de los que con razón decimos que «descansan en paz». Y allí me habría quedado si no fuera por una voz benevolente y comprensiva que llegó a mí (no sé de qué manera) con las palabras «¡Qué animalada te han hecho, piojito!». Atraído por esa voz, a veces trataba de salir al dolor y al horror y otras veces permanecía en otra zona, intermedia entre el dolor-horror y los cuadritos: un paisaje de montañas, valles y bosques en diferentes tonos de gris, surcado por un río zigzagueante cuyas aguas reflejaban un cielo perennemente crepuscular. Allí, un san Jorge fatigado se desvestía la armadura, se quedaba desnudo, alzaba la vista y le decía a Dios: «Soy muy pequeño para luchar, prefiero descansar en el infierno». Pero Dios no se enojaba; al contrario, apartaba la mirada con expresión de vergüenza.

Más acá, habían telefoneado al pijus magnificus de los cirujanos, que acudió en pocos minutos y se puso al frente del equipo que trataba de salvarme. Pronto llegó a la conclusión de que sobreviviría, pero reprendió a sus subordinados con la misma comprensión y benevolencia con que poco antes había hablado junto a mi oído.

–¡A ver si comprendemos –les dijo, paternal– que un niño provisto de corazón no es lo mismo que un muñeco de madera!

Enterado el arquitecto López, al fin pudo telefonear a Maribel, que había tenido que volver a casa para ocuparse del resto de la familia, e informarle que, por suerte, las noticias empezaban a ser mejores. Si todo el asunto hubiera tomado otro camino –confesó más tarde–, incapaz de transmitir la catástrofe, habría salido a correr, desesperado, rumbo a la noche negra y profunda. No fue necesario, se quedó a mi lado, por momentos rezando, por momentos llorando, pero siempre pendiente de mí. Cuenta que a veces parecía muerto; otras, cansado; otras veces parecía enfadado y otras, se me arrugaba la frente con una expresión en la que daba la sensación de estar preguntando «¿Por qué...?».

 

Y entonces llegó el hada protectora

Fue la tía Haydée, una hermana de mi abuelo que había vivido con dolor el drama de la tía Socorro –tenían casi la misma edad y habían sido muy amigas–, la encargada en nombre de la familia de dirigir el proceso de reconciliación conmigo, una vez que pude decir mis primeras palabras tras varios días de convalecencia en los que sólo me alimentaba con unas pocas cucharaditas de helado. Cuenta Maribel que, cuando me ofrecían agua, yo me negaba y decía «coca-cola» y que si me preguntaban si me sentía mejor decía que no, dando a entender que «antes» (de la operación) sí que me sentía mejor. Y aunque de a poco me fui recuperando, seguía mostrándome serio, pensativo, desconfiado y como decepcionado del prójimo.

Otra de las causas de la elección de Haydée estaba relacionada con su carácter. Siempre soltera, había dedicado su vida a procurar la felicidad de dos generaciones de sobrinos mediante la elección de sus correspondientes regalos de cumpleaños. Tras años de perfeccionamiento, sus dotes para este cometido devinieron extraordinarias: conocía a la perfección qué objeto (inanimado o viviente, corporal o artificial, concreto, abstracto o virtual, presente o ausente en el mercado, etc.) era el indicado para inducir el éxtasis en el alma del afortunado cumpleañero. Esta vez estudió con paciencia la situación, consultó catálogos y avisos clasificados, comparó precios y, por fin, una mañana muy temprano abordó ese tranvía que la conduciría a un lugar bien concreto del Centro.

Regresó horas más tarde, cargando entre sus manos una gran caja cuadrada bellamente envuelta en un papel de embalar colorido y brillante. La familia (Maribel, el arquitecto López, el abuelo, la abuela y mis por entonces tres hermanos) se reunió en el vestíbulo antes de marchar juntos hasta la habitación en la que yo convalecía, y en la que, de manera solemne, habría de firmarse el armisticio.

Curiosos, mis hermanos me ayudaron a desenvolver el regalo. Se trataba de un objeto que aún no conocía: un tocadiscos portátil, cuadrado y aparatoso, como solían serlo en los años cincuenta. Obviamente, para aprender su función y propiedades era menester que estuviera acompañado por un disco. Bien asesorada en la tienda, Haydée lo enchufó a la toma de corriente, abrió la tapa protectora, extrajo el disco de su sobre (un disco de pasta que funcionaba a 78 rpm), lo colocó sobre el plato, giró la perilla que lo hacía girar, la púa entró en contacto con el borde del disco y no tardó en oírse la canción.

No sé si la elección del disco fue producto de alguna recomendación (se trataba de un hit muy popular en esos días) o de que la tía Haydée haya podido intuir, de alguna manera, el significado que esa canción iba a tener para mí, muchos años más tarde, cuando estos sucesos regresaran a mi conciencia tras permanecer ocultos en quién sabe qué rincón de mi memoria. Lo que sé y nadie de mi familia se atrevería a negar jamás es que la tía Haydée siempre acertaba.

Se trataba de la canción «Pinocho», basada en el protagonista del relato Storia di un Burattino, de Carlo Collodi, interpretada por el entonces joven cantante Luis Aguilé y de la que, tras investigar, ahora sé el nombre de sus autores: Rafael Farías Cabanillas y Julio Camilloni. Vaya mi homenaje.

 

Pinocho

Hasta el viejo hospital de los muñecos

llegó el pobre Pinocho malherido,

un cruel espantapájaros bandido

lo sorprendió dormido y lo atacó.

 

Llegó con su nariz hecha pedazos,

una pierna en tres partes astillada

y una lesión interna y delicada

que el médico de guardia no atendió.

 

A un viejo cirujano llamaron con urgencia

y con su vieja ciencia pronto lo remendó,

pero dijo a los otros muñecos internados:

Todo esto será en vano, le falta el corazón.

 

El caso es que Pinocho estaba grave

y en sí de su desmayo no volvía

y el viejo cirujano no sabía

a quién pedir prestado un corazón.

 

Entonces llegó el hada protectora

y viendo que Pinocho se moría

le puso un corazón de fantasía

y Pinocho sonriendo despertó.

El talismán de Juanjo

El talismán de Juanjo

El matrimonio de Julián –hijo de un aviador republicano español refugiado en México–, y con él toda su vida, caminan rumbo a un callejón sin salida, lo que le inspira la decisión de viajar a España para ocuparse de dos tareas, ambas relacionadas con su padre, a las que atribuye trascendental importancia. En primer lugar, se propone cumplir un expreso deseo paternal: que sus cenizas sean vertidas en el Mediterráneo, frente a la costa de Barcelona; en segundo, recuperar La Bonita, una locomotora de vapor en miniatura construida por el aviador cuando Julián era un niño.

Pero al igual que aquella España en cuyos cielos el piloto republicano hubo de jugarse la vida, a bordo de frágiles artefactos, en una batalla perdida de antemano contra milenarios molinos de viento, el país al que llega Julián se encuentra en otra grave crisis protagonizada por los mismos desiguales factores de antaño, lo que hará que el hijo del aviador se descubra a sí mismo protagonizando una odisea muy distanciada de sus planes iniciales, en la que sus objetivos, en principio tan sencillos, se vean reemplazados por la necesidad de satisfacer inquietudes vitales mucho más profundas.

Si El talismán de los espejos (una ficción ambientada en 2017) es una odisea en la que Julián es Ulises, el «anchuroso ponto» es una España recorrida de cabo a rabo en trenes ultramodernos envejecidos prematuramente por la corrupción y el abandono, autobuses perdidos en laberintos viales deambulando a través de un incendio forestal crónico, bólidos de gama alta conducidos por gánsteres alucinados que huyen de la policía… Y los suburbios de Troya, donde se libra la guerra de las guerras, es la batalla del Ebro –sus trincheras, sí, pero también su no menos sangriento cielo–, o la retirada de Cataluña, o el miserable campo de concentración francés de Árgeles-Sùr-Mer. Es decir, el ayer y el hoy reflejándose a cada paso, como un espejo que refleja otro, que refleja otro, que… en fin, refleja.

Y claro, Ítaca, en este caso, no es una isla enclavada en algún punto del mar. Al contrario: es ella la que navega en busca del héroe. Del héroe Telémaco-Ulises-Julián y de todos los héroes que ofrendan sus vidas en guerras imposibles, ya sea contra el Mal (el Mal así, con mayúscula) o contra los no menos de terribles fantasmas del pasado.

Encontrarás más información sobre esta novela y otras de Juanjo Díaz Tubert, así como sus datos biográficos, reseñas de sus obras, etc., haciendo clic aquí.