Blogia

Grandes Amaestradores de Psiquiatras

¡Quién me manda preguntar! (I)

¡Quién me manda preguntar! (I)

Todo el mundo sabe que este sitio, pese a su algo esporádica renovación de contenidos, es visitado, de manera periódica o fortuitamente, por un número muy elevado de cybernavegantes, muchos de los cuales se ponen en contacto con nosotros para hacernos llegar palabras de ánimo o bien amenazarnos y/o insultarnos. Lo que poca gente sabe es la autoridad moral que ejercemos sobre nuestros lectores, hasta el punto de que algunos de ellos nos consultan sus inquietudes más íntimas. Nosotros no estamos dispuestos a rehuir semejante responsabilidad y, por suerte, aquí hay mucha materia gris y nos sobran respuestas para repartir a los cuatro vientos. La siguiente serie de artículos es una selección de las mejores preguntas que nos han formulado. Ojalá leerlas te haga más sabio.

Sexo y salud

Hago caca verde, ¿es malo?

¡Bestia, te comiste el loro!

De niño, ¿alguna vez te pegaron los piojos en la escuela?

Sí que me pegaron. Eran seis, y uno llevaba un tatuaje que decía «Amor de madre». Es que los piojos, cuando se juntan en pandillas y van bebidos, pueden ponerse muy violentos. No salgas los sábados por la tarde sin tu aerosol de DDT en el bolso.

Me dijeron que tomara el jugo de 2 limones a diario para adelgazar. ¿Es recomendable esto?

Te vas a convertir en una flaquita ácida y amarilla.

¿Qué me opero, la nariz o las lolas?

Da igual, porque dentro de dos años se te va a caer el culo.

¿Puede un un hombre de 1,44 m de estatura ser atractivo a las mujeres?

¡Claro que sí... chiquitín!

¿A qué se debe el nombre del escroto?

Se debe a don Bernardino Manuel Escroto, comerciante de Lugo (España), famoso por su manera de cascar nueces golpeándolas con esa parte de su anatomía (De célèbres bêtes, Planète, París, 1956).

¿Cuántos años puede vivir un pelo humano?

Si se hace ver el colesterol y no se mete en política, como chiquicientos años.

¿Cuántas veces al día me puedo masturbar sin que se deteriore mi salud?

Si excedes las 10.000, se te puede dislocar la muñeca.

¿Dónde puedo conseguir un curso de acupuntura china?

Hay preguntas que dan miedo.

Usando el preservativo, ¿hay que sacarla antes de eyacular?

Si lo usas de sombrero, sí.

¿Cuánto tiempo puedes contener la respiración?

¡Malvado! Por tu culpa me puse gris y casi me muero.

¿Tragarse el semen es una costumbre contraria al vegetarianismo?

¡No me digas que aún no has probado el Semen de Soja Santiveri!

Para ti, ¿qué significa que una mujer sea buena en la cama?

Que al desayunar no deje las sábanas todas llenas de miguitas.

Disculpen mi ignorancia: ¿qué es un ménage à trois?

Ménage à Trois sur Mer: Localidad costera de Normandía (Francia), famosa por sus fiestas.

Mi mujer tiene contracciones cada 10 minutos, ¿qué debo hacer? ¡Ayuda!

¡¡¡Pero qué haces ahí sentado??? ¡¡¡Muévete!!! (¡Uf, qué estrés que me agarró!).

Pero nada de nada

Pero nada de nada

Primero la frente se te marchita, después se te va resecando y oscureciendo y, al final, se te desprende de la cara y el viento juega con ella de la misma manera que con las hojas secas en otoño.
El viento, digo, porque la vida es un soplo.
Para entonces, las nieves del tiempo ya habrán plateado tu sien, se te habrán derretido las nieves y se te habrá derrumbado la sien.
La sien, digo, porque veinte años no es nada, pero nada de nada.
Crees que adivinas el parpadeo de unas luces concretas que, a lo lejos, van marcando tu retorno.
Pero te engañas: no son las mismas que alumbraron con sus pálidos reflejos... lo que sea.
Aquéllas se apagaron hace tiempo.
Cuántas, pero cuántas horas de dolor habrás pasado desde entonces oculto en la oscuridad.
Cuántas, pero cuántas noches pobladas de recuerdos habrán encadenando desde entonces tu soñar.
Y vuelves con la mirada febril, con más fiebre que mirada.
Prefieres no mirar: prefieres adivinar el parpadeo.
¿Qué luz amarillenta de neón estará alumbrando la quieta calle donde el eco dijo... eso?
Lo dijo, el eco, es cierto, ¡pero fue hace tanto tiempo!
Y además, por allí hoy pasa una autopista.
No siempre se vuelve al primer amor, bajo el parpadeo de unas estrellas que hay que adivinar, y que si su mirar es burlón es porque no te ven con tanta indiferencia como pareciera.
Por eso, no tienes miedo del encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con tu vida.
El olvido que todo destruye lo destruye todo, pero todo todo.
Toda la fortuna de tu corazón es una esperanza humilde que guardas escondida, bien escondida, muy bien escondida, tan bien escondida que se te ha olvidado dónde.
Volver (C. Gardel - A. Lepera), Carlos Gardel

Hacia un ejemplo de texto fractal

Hacia un ejemplo de texto fractal

Nahum Furtado, de Sidón, secretea su hermético murmullo-basura al emir Sunchález Pezuela.

Secuelas puntuales emítense a una altura cuyo tétrico secreto no ha sido fracturado aún.

Aún facturado un pedido concreto con la premura clásica, permítase esperar el envío de Upsala un tiempo prudencial.

Escalas diferentes picos en Asia y en las alturas de Cuyo; si no eres ético o te fracturas, tu reto puede terminar mal.

Un fractal es un objeto geométrico cuya estructura básica se repite en diferentes escalas.

El pipófono IV

El pipófono IV

Para disfrutar más de esta historia, lee primero las partes I, II y III, Aurora, Aurora, Aurora, El escribano Domínguez y El público del programa, respectivamente. Me he permitido, para ilustrar esta cuarta y última parte de El pipófono, subir un retrato de Pipo, datado en 1983, en el que puede apreciarse, además de cierto parecido a no sé qué filósofo griego, la mancha amarilla en el interior de sus pupilas. 

Parte IV. La madre y el padre de todos los aplausos

Mis dos hermanos se colocaron frente a la cámara, que comenzó a cerrar el objetivo sobre la caja que Pipo llevaba en sus manos. Antes de quitar la tapa, metió nuevamente dos dedos dentro, y la caja dijo, tímidamente, 

¡¡¡Piiiiiiiiiiii!!!

Las risitas del público iban convirtiéndose en risas adultas.

–Pero... ¿qué tiene ahí? –dijo asombrado el Gracioso N.º 2.

Gonzalo dio un grito al ver ampliadas en la pantalla las manos de Pipo, con sus uñas pequeñísimas –acostumbraba comérselas–, lo que en absoluto quiere decir limpias, que iba apartando la tapa de la caja.

Cuando el «público del programa» descubrió que lo que hacía esos ruiditos era un zapato (y un zapato tan triste) las risas adultas eran ya carcajadas incontenibles.

Hubo que esperar un buen rato hasta que pudiera continuar el interrogatorio.

–Y dígame –perguntó, por fin, no me acuerdo cuál de los dos Graciosos–, ¿qué es eso?

–Un pipófono.

–Un... ¿qué?

–Un pipófono.

Otra vez las carcajadas. Hasta el escribano Domínguez reía ahora con las manos en la barriga. ¡Qué nombre más cómico para un zapato sonoro!

–¿Y por qué se llama así?

–Porque lo inventé yo... Y yo me llamo Pipo.

El estudio tembló. El «público del programa» se moría de risa.

–¿Y cuál es la «peculiaridad» de ese... simpático artefacto?

–Puede hacer esto:

¡¡¡Zuuum!!! ¡¡¡Zuuum!!! ¡¡¡Zuuum!!!

esto:

¡¡¡Piiiiiiiiiiii!!!

esto:

¡¡¡Bip-bip-bip-bip-bip-bip!!!

y esto:

¡¡¡Shhhhhhhhhhhh!!!

Ante cada ruidito, el público reía más y más.

–¿Y para qué sirve?

–Aún no lo sé, pero...

Para dar una idea de la carcajada que lo interrumpió, sépase que a una señora del público la tuvieron que sacar acompañada de unos bedeles, no sé si porque se desmayó, porque se estaba haciendo pis o qué.

El tiempo del programa se estaba agotando y urgía proceder rápidamente a las votaciones.

–¡Rápido! ¡Un fuerte aplauso para la balalaika ucraniana!

La novia y la mamá del muchacho flaco y alto con sombra de barbita y mirada tímida aplaudieron y gritaron con todas sus fuerzas, pero sólo las acompañó algún clap-clap-clap puntual.

–¡Un fuerte aplauso para el conmovedor regalo de la chica rubia!

De las gradas brotó un reconocido, aunque insuficiente aplauso «ético». La niña de trenzas agradeció con una reverencia y una sonrisa amplia, pero acompañadas de una mirada rencorosa y antisocial. Al mismo tiempo, del pipófono intentó salir un corto ¡Piii! seguido otra vez por una carcajada general, pero el escribano Domínguez advirtió con seriedad:

–¡Ojo, pibe, que te descalifico. No te hagas el vivo!

–Y ahora –concluyó el Gracioso N.º 1, al que se le había unido el Gracioso N.º 2–: ¡Un fuerte aplauso para el pipófono!

Aplaudió el público del programa como no había aplaudido nunca ningún público de ningún programa desde aquella vez en que a una famosa presentadora de un almuerzo televisivo se le había salido una teta, en un descuido, de su vestido escotado. Aplaudió Gabriel, aplaudió Gonzalo, las milanesas volaron por el aire, aplaudió la tía Haydée con los ojos llenos de lágrimas, aplaudió seguramente el señor Heinkel dentro del tubo del teléfono... Yo aplaudí con manos y pies y grité como nunca habría de aplaudir y gritar en el resto de mi vida. Toda la ciudad aplaudió en un aplauso inconmensurable, de norte a sur, de este a oeste... fue la madre y el padre de todos los aplausos que hubo y que habrán.

En fin, que Pipo y Guille se fueron a Bariloche semanas más tarde. Pero no la pasaron nada bien, porque tuvieron la mala suerte de beber de un grifo del que brotaba un agua non sancta, lo que les produjo una diarrea que los tuvo cagando los siete días que duró el premio. Peor fue la época que se abría a su regreso, con tantas columnas de humo elevándose en la ciudad, mientras escuadrones de Chevorlets azules, Torinos grises y Fords verdes la recorrían de una punta a la otra: los Chevrolets se dedicaban a aniquilar a los violentos de hecho; los Torinos, a los por omisión; los Fords, a los indiferentes, y además había unos hombres de bigote y anteojos oscuros que recorrían a pie las calles e iban aniquilando a los melenudos y a los fumadores de mariguana, en una orgía de violencia que duraría una década.

Menos la tía Haydée, que se nos fue por causas naturales, todos sobrevivimos a ella, gracias a Dios.

El pipófono III

El pipófono III

Para disfrutar más de esta historia, lee primero las partes I y II, Aurora, Aurora, Aurora y El escribano Domínguez, respectivamente. 

Parte III. El público del programa

–¿No te encuentras bien, cariño? –le preguntaba, con acento mexicano, una señora cuarentona, baja, entrada en carnes y de cabello muy rubio peinado en forma de budín, que lucía un camisón de nailon, floreado, debajo de una bata también de nailon y también floreada con bordes de encaje, a su marido, un señor también cuarentón, de la misma altura o quizá más bajito, vestido con un amplio pijama a rayas, que ponía cara de malestar estomacal.

–Nada bien… La comida y la bebida de anoche me han sentado mal…

El hombre hablaba con un acento más mexicano si cabe, y una voz grave, dramática, más adecuada para decir cosas como «Me cansé de rogarle…» o «…pero sigo siendo el Rey».

–¿Pero cómo? –le miraba asombrada la dama–. ¿No has tomado ENO antes de acostarte?

–Se me olvidó esta vez –contestaba él, culpable.

–Pues… ¡tómalo ahora!

Resumiendo: al final, el hombre recuperaba su sonrisa.

A continuación, y con una música entre dramática y marcial de fondo, volvió a aparecer el general que había sido entrevistado momentos antes en el Noticias.

–¿Sabe usted qué están haciendo sus hijos en este momento? –ladró, clavando una mirada amenazadora en la tía Haydée, que en ese momento repartía milanesas entre la concurrencia.

El general advertía que a las Fuerzas Armadas, actuando en defensa de la nación, no les temblaría la mano a la hora poner en práctica todos los recursos que hicieran falta para lograr la derrota y total aniquilación de la delincuencia subversiva. Una sucesión de imágenes (encapuchados leyendo un comunicado; manifestantes tirando piedras a un autobús; un Arafat de ojos saltones discurseando a los gritos; estudiantes melenudos, con aire intelectual, contándose secretos y mirando en derredor; Fidel Castro comprobando que el micrófono estuviese conectado; una hippie de mirada psicodélica ofreciendo a la cámara una flor con una mano y sosteniendo un fenomenal porro en la otra…) ilustraban su disertación, que concluyó de esta manera:

–Es su responsabilidad evitar que sus hijos emprendan un camino de difícil retorno.

Todo esto ocurría después de un número musical del que, por más que lo intento, no puedo recordar quién o quiénes eran los artistas ni en qué consistía, pero que el «público del programa» premió con un aplauso cerrado. A continuación, los Graciosos N.º 1 y N.º 2 habían contado una serie de chistes que, como de costumbre, no nos habían hecho gracia, y habían protagonizado un número en el que uno imitaba no me acuerdo a quién y el otro le hacía de polichinela imitando a alguien del que tampoco me acuerdo, pero que el «público del programa» también había aplaudido a rabiar, ya que, la misión principal del «público del programa» consistía, de más está decirlo, en aplaudir. En realidad, la mayor parte del tiempo en que transcurría El Paquete del Dúo la ocupaba el «público del programa» aplaudiendo, aunque esto era menos de la mitad del tiempo «real» que transcurría mientras el programa estaba siendo emitido, el resto era publicidad.

Lo cierto es que, una vez apagado el volcán mesoamericano que rugía en las entrañas del caballero del anuncio ante la sabia y cariñosa mirada de su tan verticalmente peinada y rubia compañera, y de la irrupción del general con sus advertencias, unos aplausos nos indicaron que se acercaba el desenlace del concurso. Gonzalo y Gabriel estaban devorando sin piedad milanesas ajenas cuando, de repente… 

¡¡¡Riiiiiiing!!! ¡¡¡Riiiiiing!!! ¡¡¡Riiiiiing!!!

sonó el teléfono y atendió la tía Haydée.

–Hola, señor Heinkel… Pipo no está… Acaba de salir…

Pero se interrumpió porque Gabriel pegó un grito dejando ver en el interior de su boca abierta una bola de puré.

La orquesta del programa sonaba con fuerza y, acompañados por el Gracioso N.º 1, el Gracioso N.º 2 y el escribano Domínguez, los tres finalistas, portando sus paquetes, aparecieron en la pantalla. El aplauso era atronador.

La tía Haydée, presa de la emoción, colocó el tubo del teléfono sobre la mesa. Los tres finalistas eran, en realidad, cuatro, porque Guille, bajito y cabezón, acompañaba a Pipo y miraba al público con ojos valientes.

Uno de los Graciosos, ahora no me acuerdo si el N.º 1 o el N.º 2, recordó a los telespectadores las reglas del concurso: cada uno a su turno, los finalistas desempaquetarían, enseñarían y explicarían las «peculiaridades» del objeto que traían entre manos. A continuación, los objetos serían sometidos a la aprobación del público, quien consagraría al ganador por medio, cómo no, de la sonoridad de su aplauso. Si quedase alguna duda, el escribano Domínguez, tras consultar con el equipo de realización, que disponía de un delicado instrumento para medir el sonido (el famoso «aplausómetro»), proclamaría al objeto triunfador.

La suerte estaba echada. El Rubicón había sido cruzado. Los acontecimientos no tardarían en precipitarse…

Dio un paso adelante el muchacho flaco y alto, el que tenía sombra de barbita en la pera y mirada tímida, y comenzó a desempaquetar trabajosamente su paquete «guitarromorfo» (o tal vez debería decir «guitarroide»). Poco a poco fue apareciendo un extraño y precioso instrumento, algo así como una guitarra de cuerpo triangular bellamente decorada con un paisaje nevado, abedules y cúpulas en forma de cebolla.

–¿Podría explicarnos qué es este instrumento? –preguntó, amablemente, uno de los Graciosos.

–Es una balalaika ucraniana –contestó, con timidez, el joven.

–¿Podría decirnos para qué sirve? –preguntó idiotamente el Gracioso.

–Para hacer música –repuso el joven, con mirada de póker.

Hubo un embarazoso silencio. El escribano Domínguez dejó oír una tosecilla.

–¿Usted podría demostrárnoslo? –dijo el Gracioso con seriedad.

–¿Demostrar?… qué.

–Digo… Si podría ejecutarnos alguna pieza.

–Puedo intentarlo –contestó el joven mientras una gota de sudor se escurría en su frente.

Y a continuación, de la balalika ucraniana comenzaron a brotar, torpemente, las notas de Para Elisa.

Como el finalista no era precisamente un virtuoso y el tiempo, en televisión, «es oro», el escribano Domínguez le hizo un gesto al regidor del programa, un hombre que llevaba puestos unos auriculares y que era el responsable de todo lo que pasaba en el estudio. Éste comenzó a aplaudir mirando al público, que premió al músico con un tímido aplauso, un aplauso que, por supuesto no era el aplauso decisivo.

En casa, el silencio era total. Gonzalo tenía un pedazo de milanesa en la punta del tenedor y, con un movimiento nervioso, se lo metió en una oreja. La tía Haydée permanecía de pie con los ojos fijos en la pantalla y el señor Heinkel, en algún lejano punto de la ciudad, permanecía expectante.

Con una serenidad admirable, dio un paso al frente la niña rubia de trenzas. Primero, desató primorosamente el nudo de la cinta de celofán; a continuación apartó el papel plateado con corazones rojos y dorados dejándolo a medio quitar para que la caja roja de sombrero emergiera como un tulipán de entre el follaje lustroso, haciendo un ruidito estridente. Miró con insolencia al público, quitó la tapa redonda y descubrió el interior a la cámara.

La caja estaba vacía.

El silencio del estudio era sepulcral. El Gracioso, sorprendido, no sabía qué preguntar.

–¿Podría explicarse? –dijo, por fin.

–Con mucho gusto –contestó la niña, que tenía una vocecilla chillona y repelente–. He querido regalar al maravilloso público de esta emisora el presente más bello, más trascendental, más valioso. Pero, me dije: ¿cuál es la forma del amor?, ¿qué puedo poner en esta caja que represente la tibieza de la luz del sol, el trino de un ruiseñor, las gotas de rocío temblando en el pétalo de una rosa una mañana de primavera?, ¿cómo arrancarme el corazón del pecho y ofrecerlo a este público maravilloso que me está mirando, y tamabién al que se encuentra en sus hogares disfrutando de la dulce paz familiar, junto a sus seres queridos; a mi santa madre que me crió con tanto cariño…? Era imposible… Y, por lo tanto, he decidido dejar esta caja vacía porque, como dijo el poeta: «Lo esencial es invisible a los ojos».

El público, conmovido, prorrumpió en un aplauso sólido y contundente.

–¡Eso es trampa! –protestó Gabriel.

–¡Maldito bicho! –gruñí.

La tía Haydée se sentó junto a nosotros, parecía preocupada.

También parecía estar molesto el escribano Domínguez. La gente cada día estaba más avivada. Si en la primera emisión del primer programa resultaba vencedor un objeto tan… «metafísico» ¿qué podría esperarse en el resto del ciclo?, ¿qué domingo siete se sacarían, en lo sucesivo, los participantes de sus cajas vacías? Esto podía convertirse en algo incontrolable.

Pero Pipo no había dicho su última palabra, y la mancha amarilla de sus ojos había crecido hasta ocupar la casi totalidad de cada una de sus pupilas. Mientras la feroz niña interpretaba su show, él había introducido una mano dentro de su caja y algo estaba manipulando. Antes de que se disiparan los últimos aplausos, el estudio se conmovió con un repentino...

¡¡¡Shhhhhhhhhhhh!!!

Una risita empezó a brotar de las gradas del estudio, los Graciosos 1.º y 2.º sonrieron y desviaron la mirada hacia él; el escribano Domínguez hizo lo mismo, con una luz de renovado interés en su semblante.

–¡Que dé un paso al frente el tercer finalista! –gritó el Gracioso N.º 1.

Si te divierte esta historia, no dejes de leer la Parte IV. La madre y el padre de todos los aplausos.

El pipófono II

El pipófono II

Para disfrutar más de esta historia, lee primero la Parte I. Aurora, Aurora, Aurora. 

Parte II. El escribano Domínguez

Pipo introdujo el zapato en una caja sin marcas publicitarias y preguntó:

–¿Quién me acompaña?

–Primero deberías bañarte y vestirte adecuadamente –dijo Gonzalo haciendo notar que Pipo tenía puestos una camiseta a franjas horizontales grises y anaranjadas, un pantalón de franela marrón y unas zapatillas Flecha bastante mugrientas.

–¿Para qué participar? –se preguntaba Gabriel–. En estos concursos siempre gana la sobrina del cuñado del director del canal.

–Si vas a salir en la tele –dije–, lo mejor es que te veamos desde casa mientras almorzamos.

Nadie parecía tener fe en Pipo.

–Yo te acompaño –se decidió, por fin, Guille.

–¿Cómo? ¿Se van? –protestó la tía Haydée–. ¿Y quién se va a comer las milanesas con puré?

Nadie le contestó porque Guille y Pipo ya habían abordado el ascensor rumbo a la gloria. Candidatos a las milanesas, sin embargo, no faltarían.

El canal de televisión a donde se dirigían los valerosos hermanos estaba ubicado no muy lejos de donde residían. En el camino, se cruzaron, primero, con una fila de cinco automóviles Chevrolet de color azul tripulados cada uno de ellos por tres señores muy serios, de bigotes grandes o pequeños y anteojos oscuros, dos adelante y uno atrás, este último sostenía una escopeta Itaka, iban a gran velocidad y no respetaban los semáforos; minutos más tarde vieron otra fila de automóviles, esta vez eran de la marca Torino y de color gris, también estaban tripulados por señores semejantes y semejantemente distribuidos, aunque el de detrás llevaba desenfundada una pistola 45; y antes de llegar al canal vieron pasar a toda velocidad otros cinco coches en fila, verdes, de la marca Ford, con la misma clase de tripulantes pero con la única diferencia de que el de atrás llevaba una ametralladora. A Pipo le dio un poquito de miedo transportar bajo el brazo un paquete «no identificado» pero se tranquilizó al comprobar que, a medida que se acercaban al canal, las calles se iban llenando de gente que portaba paquetes de similares características y que reflejaba en su semblante una expresión de terror parecida a la suya al ver pasar esos escuadrones de automóviles.

Junto a la puerta del canal, varias docenas de personas, casi todos jóvenes, con paquetes de muy diverso aspecto, se arremolinaban en torno a un señor calvo, de bigote en forma de peine, de traje gris oscuro y anteojitos «de leer», al que los chicos no tardaron en identificar como al escribano Domínguez, aunque en la tele parecía más alto. Junto al escribano (casi pegados a él), dos muchachos y una chica bajita de trenzas rubias esperaban con cara de satisfacción. Uno de los muchachos, flaco, alto, con sombra de barbita en la pera y mirada tímida, sostenía con las dos manos un paquete largo e irregular; el otro, bajo, algo gordito y de cabello corto y pinchudo, guardaba en un puño un paquetito ínfimo, como el estuche de una joya; la chica de trenzas abrazaba con expresión ganadora una caja cilíndrica y larga, como de sombrero, envuelta en papel plateado adornado con corazones dorados y rojos y atada con una cinta de celofán.

–¡Gracias!... ¡gracias!... ¡gracias por venir! –le estaba diciendo el escribano a la muchedumbre–, ya tenemos a los finalistas. ¡Gracias por participar!

La mayoría permanecía en su sitio, entre la decepción y el enfado; algunos habían comenzado a retomar, cabizbajos, el camino de sus casas.

–¡Pero si ni siquiera miraron lo que traigo! –protestaba una señora.

–Otra vez será, lo siento –trataba de consolarla el escribano–. Ya tenemos a los tres que pasarán a la final: el chico éste, la nena de trenzas y…

Pero se interrumpió porque, desde la multitud informe, algo llamó su atención: un ruidito, una especie de

¡¡¡Bip-bip-bip-bip-bip!!!

– … y ese señor –agregó el escribano Domínguez señalando a Pipo.

El nuevo programa-concurso aún no había demostrado estar dotado de demasiado humor, tal vez sí algo de suspense, no sé si muy sana competitividad… pero ya derramaba su primera lágrima, si nos atenemos a la cara que se le puso al chico bajito de cabello pinchudo (el del paquetito ínfimo) al ver cómo el escribano y los tres «finalistas», junto a los que se había colado el Guille, se adentraban hacia las entrañas del canal, dejándolo solo al lado de la puerta, entre el resto del grupo de candidatos a concursante que comenzaba a disolverse. La vida, a veces, tiene este tipo de cosas tristes…

Si te divierte esta historia, no dejes de leer la Parte III. El público del prrograma.

El pipófono I

El pipófono I

A Pipo 

Parte I. Aurora, Aurora, Aurora

Eran más de las doce y, como de costumbre, Pipo dormía en su cuarto. Subimos el volumen de la tele con la esperanza de que se despertara. Daban un partido de fútbol: Crush contra Odol. Un defensor de Odol le había dado un pisotón al nueve de Crush y el encuentro estaba interrumpido, por lo que aprovechaban para pasar un spot de Odol. El ambiente se enrareció: el arquero de Odol le dio un puñetazo al árbitro, y eso brindó la oportunidad de pasar un spot de Crush. Sabíamos que era un poco temprano para que se despertara Pipo.

Sonó el teléfono: 

 ¡¡¡Riiiiiing!!! ¡¡¡Riiiiiing!!! ¡¡¡Riiiiiing!!!

Guille, hermano menor de Pipo, no se molestó en atender; yo tampoco.

El teléfono seguía sonando: 

¡¡¡Riiiiiing!!! ¡¡¡Riiiiiing!!! ¡¡¡Riiiiiing!!!

Mientras tanto, en la tele, los jugadores de Crush y los de Odol protagonizaban una fenomenal pelea. Parecía Titanes en el Ring 

¡¡¡Riiiiiing!!! ¡¡¡Riiiiiing!!! ¡¡¡Riiiiiing!!!

…piquetes de ojo, golpes de hacha, dedos magnéticos… de todo.

Por fin atendió la tía Haydée. Era el señor Heinkel, el jefe de Pipo.

–Un momento, por favor.

Los periodistas deportivos estaban indignados: «Es inadmisible que, siendo sábado y en un horario en el que tantos niños se encuentran sentados frente al televisor, los jugadores, que son profesionales, brinden este espectáculo bochornoso…». Pipo no se levantaba ni para atender al señor Heinkel.

Como el partido no se reanudaba, Guille cambió de canal manualmente (en aquella época aún no se había difundido el mando a distancia). Daban Noticias. Una bomba había explotado en Belfast: muertos, heridos, cristales rotos, horror…

El teléfono seguía descolgado, la ventana del comedor estaba abierta de par en par, era primavera y un sol brillante y tibio bañaba las azoteas. De repente, a unas cinco manzanas de la casa de Pipo… 

¡¡¡Boooooouuuuuummm!!!

…todo tembló y comenzó a elevarse una columna de humo negro. Guille volvió a cambiar de canal para ver si continuaba el partido. Dos jugadores, uno de Crush y otro de Odol, le estaban dando patadas a un agente de la Policía Federal. «¡Qué escándalo!» se lamentaba uno de los comentaristas deportivos.

En la calle, el tráfico era insoportable: primero pasaron dos ambulancias, después el colectivo 60, a continuación dos coches de bomberos, después tres taxis (dos libres y uno ocupado), les siguió el colectivo 102, tres ambulancias y dos coches de bomberos más. El loro de la vecina reanudó su canto: Aurora, Aurora, Aurora… Por suerte, no estábamos en Belfast.

¿Qué pensaría de todo esto el señor Heinkel? ¿Estaría enojado? Pipo dormía.

Gonzalo y Gabriel, amigos de Pipo, decidieron hacerle una broma para despertarlo. Guille y yo (otro hermano de Pipo) lo juzgamos imprudente, a la tía Haydée no se la consultó, pero a Gonzalo y a Gabriel les pareció que, tras el tubo descolgado del teléfono, el señor Heinkel estaría de acuerdo. Se metieron sigilosamente en su cuarto procurando no meter un pie en el agujero negro con bordes violáceos que había en el parquet –producto del derrame del contenido de un tubo de ensayo del juego de química de Pipo–, su intención era trasladarlo, con colchón y todo, sin que se despertase, hasta la vereda.

La empresa no era fácil (Pipo vivía en un cuarto piso), pero, al principio, tuvimos la sensación de que podía salir bien. Con mucho cuidado, Gonzalo y Gabriel arrastraron el colchón en el que Pipo dormía hasta la puerta de la habitación y lo sacaron al pasillo; después, de la misma manera, entraron en el comedor mientras Guille abría la puerta del departamento y yo llamaba al ascensor… Todo iba bien hasta que topamos con un problema de geometría de difícil resolución: el ascensor era algo estrecho y, para entrar el colchón, no había más remedio que doblarlo (es decir, doblar a Pipo).

Ahí fue cuando Pipo se despertó. Recapitulemos: la tía Haydée se encontraba en su habitación rellenando el crucigrama de La Nación; el señor Heinkel esperaba pacientemente en su despacho, pegado al teléfono; los jugadores de Crush perseguían al árbitro, los jugadores de Odol a los de Crush, la policía a los de Odol y el público a la policía; el loro de la vecina cantaba Aurora, Aurora, Aurora; una columna de humo se elevaba de la sede de un sindicato cercano; en Belfast había explotado una bomba y Pipo, que tiene un mal despertar y que sólo estaba vestido con unos calzoncillos color caqui, se había convertido en lo que Gonzalo luego describió como «un remolino de piñas».

La desbandada fue total: Guille bajó a los saltos, por la escalera, los cuatro pisos en dirección a la calle y Gonzalo, Gabriel y yo, no menos veloces, subimos hacia la terraza y nos escondimos debajo del tanque de agua. No muy lejos, la columna de humo, alrededor de la cual giraba un helicóptero, se elevaba hasta cierta altura en la que un viento que venía del este la arrastraba y la iba convirtiendo en una nubecita gris, infinidad de ambulancias, coches de bomberos y de policía se dirigían al lugar del siniestro; en una azotea cercana, la hija de unos vecinos tomaba sol en tetas, pero se puso el corpiño al descubrir que la estábamos espiando; en el edificio de enfrente, que estaba en construcción, unos albañiles asaban unos churrasquitos; el sonido de todos los televisores de la ciudad parecía un trueno lejano pero constante, ¿quién habría ganado el partido?

Estuvimos allí como media hora hasta que calculamos que Pipo se habría serenado –no era un muchacho rencoroso– y que estaba por comenzar Superagente 86. Lo encontramos dándole sorbos a su taza de café tibio con dieciséis cucharaditas de azúcar que la tía Haydée le había preparado. El teléfono estaba colgado, Pipo pensaba que el señor Heinkel se habría ido a almorzar. ¿Cuál sería la causa –nos preguntábamos siempre– de que Pipo aún conservase su empleo y de que el señor Heinkel le demostrara tanta paciencia?

Ahora (muchos años después) creo saber la respuesta: Pipo era una persona dotada por la naturaleza de una inteligencia fuera de lo normal. Al terminar la secundaria, había ingresado en la Facultad de Ingeniería, pero pronto la abandonó para trabajar de profesor en una de las mejores escuelas de informática que hay en el mundo, escuela de la que el señor Heinkel era director y en la que funcionaba el centro de cálculo más importante de la ciudad. Durante la semana, Pipo daba algunas clases a los alumnos, pero principalmente pasaba las horas operando la supercomputadora del centro; en aquellos tiempos en que aún no se habían inventado las PCs, el artefacto, que funcionaba con tarjetas perforadas, ocupaba todo un piso de la institución. Las malas lenguas afirmaban que Pipo había manipulado el aparato de manera de que sólo él lo pudiera hacer funcionar. Sin embargo, el señor Heinkel lo trataba sin resentimientos; Pipo tenía permiso para ingresar a cualquier hora del día o de la noche, y el trabajo del centro, que era contratado por innumerables e importantes empresas, por lo general estaba al día.

El Noticias del mediodía sólo contenía malas ídems: «Bomba en Belfast», «Bomba acá», «Insultos, amenazas y golpes en un partido de fútbol», «Las temperaturas serán más altas conforme vaya avanzando la semana». Como broche de oro, y con el objeto de tranquilizar a la población, un general con mirada de tigre, nariz de águila y bigotito anchoa ladraba: «Aniquilaremos a los violentos». Luego vino la publicidad: Aurora, Aurora, Aurora… (Aurora es una marca de electrodomésticos), lo que despertó al loro de la vecina, y, por fin…

La decepción fue total: los créditos de un nuevo programa habían suplantado, sin previo aviso, al Superagente 86. Primero apareció la cara de un cómico en ascenso «graciosísimo» que hizo un par de chistes que no nos hicieron gracia. Para ayudarlo, apareció su compañero, otro cómico igual de «graciosísimo» que el primero; ambos habían decidido, semanas atrás, unir sus carreras profesionales convencidos de que, al sumar sus «gracias», la enorme «gracia» resultante adquiriría un volumen ciclópeo, mastodóntico. El primer resultado de su alianza fue la elección del nombre de la sociedad: «el Dúo de Dos». Juntos, presentaban un nuevo programa-concurso, con mucho humor, algo de suspense, sana competitividad y, por qué no, alguna lágrima.

–Si usted guarda en su casa algún objeto «peculiar» … –explicó el Gracioso N.º 1.

–Es decir: un objeto que se salga de lo normal … –le interrumpió el Gracioso N.º 2.

– … tiene, exactamente, media hora para hacer con él un paquete y traerlo al Canal. Los tres mejores objetos seleccionados, es decir, los más peculiares …

– … pasarán a la final…

– … y al ganador, que será elegido por el público del programa…

– … le será entregado…

– … ante la atenta mirada del escribano Domínguez…

– … ¡¡¡un viaje para dos personas…

– … de una semana de duración…

– … con todos los gastos pagos…

– … a Bariloche!!!

De fondo, no dejaban de oírse aplausos, que se incrementaron cuando se hizo referencia a «el público del programa», cuando se nombró al escribano Domínguez –serio, calvo y de bigote triste, era un personaje infaltable en cada uno de los concursos de ese canal– y llegaron a la apoteosis cuando se dijo la palabra «Bariloche». ¿El nombre del programa?: El paquete del Dúo.

Más publicidad, un corte que amenazaba ser extenso porque debía dar tiempo a los participantes del concurso para que acudiesen con sus paquetes: «Aurora, Aurora, Aurora»; «¡Está desnudo!, ¡está desnudo!» (este anuncio se refería a un queso sin cáscara); «¡Qué lindos que son tus dientes! /le dijo la Luna al Sol / y el Sol contestó sonriente: / ¡Ja ja! Me los limpio con Odol».

Aunque Pipo odiaba lavarse los dientes, caminaba encorvado, sus cabellos rubios siempre estaban grasientos y se dejaba una barbita compuesta por unos pocos pelos blanditos que más bien parecían pelos de axila, en realidad, no era un muchacho feo porque tenía un par de ojos enormes de un color extraño: el exterior de la pupila era azul y el interior verde; además, cuando se le ocurría una idea genial, alrededor de las niñas de sus ojos le aparecía como una mancha amarilla, una mancha amarilla que estaba presente ese mediodía cuando declaró, decidido:

–Voy a llevar el pipófono.

Se refería a un «peculiar» aparatillo que descansaba en uno de los estantes del armario de su cuarto junto a medio sándwich de salamín picado fino, ambos envueltos en un suéter de punto azul. Consistía en una lámina con transistores, cables de colores, lucecillas, perillas, botones y un pequeño parlante. Con el material de su juego de electrónica, Pipo, días atrás, había estado tratando de construir no se sabe si una radio, un sintetizador o qué. Al oprimir un interruptor, el pipófono hacía… 

¡¡¡Zzzuuuuuummm!!!

Al girar una perilla, 

¡¡¡Piiiiiiiiiiii!!!

Al continuar girándola, 

¡¡¡Bip-Bip-Bip-Bip-Bip-Bip!!!

Y también podía hacer 

¡¡¡Shhhhhhhhhhhh!!!

… como si hubiera captado una transmisión de otra galaxia, desde la cual, una lejana y avanzada civilización le aconsejara a la humanidad que se mantuviera en silencio.

Aún así, el pipófono tenía un aspecto demasiado «tecnológico» como para enamorar al «público del programa», poco amante de las ciencias. Afortunadamente, la mancha amarilla seguía activa. Abrió nuevamente el armario y, tras apartar con cuidado el suéter de punto azul para que no se desmigajara el sándwich de salamín picado fino, Pipo extrajo un zapato viejo (pero digno) e introdujo en él el pipófono. A continuación, y tras un hábil movimiento de perilla, el zapato exclamó: 

¡¡¡Piiiiiiiii!!!

Si te divierte esta apasionante historia, no dejes de leer la Parte II:
El escribano Domínguez.

Abducción (el post)

Abducción (el post)

Parece mentira, si sabemos lo grande que es el universo (para no hablar del pluriverso, que es la hostia), cuántos millones y millones de galaxias lo componen, cuántos billones y billones de estrellas de todos los colores hay en esas galaxias, cuántos trillones y trillones de sistemas solares albergan planetas como el nuestro y cuántas sucursales de la Caixa están distribuidas en cada uno de los mismos… ¿por qué la gente me mira con esa cara de «cierra la boca, fantasmón» cuando le cuento que fui abducido por una nave extraterrestre en la que media docena de alienígenas del sexo femenino me hicieron «cositas»? Si continuamos con tanto escepticismo, tanta incredulidad, tanta actitud displicente ante los misterios del cosmos, esta humanidad materialista la tiene cruda.

Volvía a mi casa contento en mi Mobilette Cady una noche oscura y tenebrosa de diciembre por una carretera comarcal cuando, de repente, mi vida cambió. Saltándose un stop, un objeto volador no identificado (tenía matrícula de Tenerife) aterrizó frente a mí cerrándome el paso. «Tranquilo, Paco –me dije–, deben ser mormones, ni los mires», pero al instante se abrió una portezuela en el vehículo –en realidad, se desenroscó como un tapón de Xibeca– y del interior brotó una luz halógena que me encandiló. Comencé a sentir un cosquilleo en las ingles y, cuando estaba a punto de perder el conocimiento, percibí como si algo me abdujera.

Desperté casi desnudo (en calzoncillos, más precisamente), acostado en una camilla instalada en el centro de una habitación circular de paredes metálicas con ventanas redondas cubiertas por unas simpáticas cortinillas color lila. A mi alrededor, se arremolinaban unos seres blanquecinos, delgados, calvos, de ojos triangulares negros y brillantes que me escudriñaban con curiosidad. Observándolos un poco mejor, pude deducir que pertenecían al sexo femenino; lo deduje por la suavidad de sus formas, por la delicadeza de sus movimientos y porque en toda la superficie del recinto se amontonaban bolsas y bolsas de Ikea. A pesar de su extraña apariencia, no eran feas… un poco chatas por delante, tal vez.

–Vení para acá, papito –me dijo telepáticamente la voz voluptuosa de uno de esos seres–, tenés que hacernos un favor a cada una. Somos del planeta Soso, en la constelación Blandín. Nuestra civilización es mucho más avanzada que la de ustedes, y eso tiene ventajas pero también desventajas: electrodomésticos… todos los que quieras, pero los sosianos del sexo masculino sufren un proceso irreversible de descafeinización, por lo que nosotras tenemos que buscarnos la vida vagando y vagando por el espacio estelar. Te elegimos a vos, porque sabemos que sos webmaster de un medio de comunicación muy frecuentado, para que des testimonio al mundo de nuestra visita y porque, con la hora que es, no pudimos encontrar nada mejor.

Por respeto a las damas que leen este artículo, no abundaré en pormenores sobre lo que vino a continuación. Sólo les diré, para presumir (¿presumir?, ¡qué lapsus!), para resumir, que, entre las seis, me abdujeron, me abdujeron y me abdujeron hasta dejarme seco como un alfeñique. Al final, me dieron un papelito con el número nueve para que retirara la moto y pusieron rumbo nuevamente en dirección al firmamento.

La carretera comarcal volvió a quedarse a oscuras, y yo, sentado en el arcén, agotado, no dejaba de reflexionar sobre la peculiar experiencia de la que había sido protagonista. Fue entonces cuando, desde lo más profundo del éter, volví a escuchar, también telepáticamente, claro está, la voz de la extraterrestre que me decía:

–Otra cosa: No te olvides de transmitir a todos los lectores y a todas las lectoras de Grandes Amaestradores de Psiquiatras que es el más sincero deseo de la humanidad que puebla el planeta Soso que pasen una muy feliz Navidad y que el 2007 los preñe de todo tipo de bienes materiales y espirituales.

Modestamente, creo haber cumplido con el encargo.

Mensage del Masayá