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Grandes Amaestradores de Psiquiatras

Eloísa era peluda y suave

Eloísa era peluda y suave

Eloísa era más bien bajita, peluda y suave; las piernas un poco más cortas que el torso; una melena negra que no dejaba crecer demasiado y con reflejos sedosos, que se le fueron apagando a medida que me fue dejando de querer, y un par de ojos que tenían el color de un cafecito bien fuerte y sin azúcar.

Por fuera era apasionada y celosa; por dentro, sabía a dónde quería llegar y perfeccionaba la pronunciación del francés.

Cuando salía de la academia, entraba en dos o tres librerías, leía un poco de aquí, otro poco de allá pero difícilmente compraba algún libro. Después, recorría la avenida a paso decidido, para que nadie adivinara que no iba a ninguna parte, pero se detenía a escudriñar el programa de los cines que exhibían películas francesas, su preferida fue siempre Los paraguas de Cherburgo.

Si se cansaba de estar sola, me llamaba desde un teléfono público. Yo me subía de un salto al colectivo 102 y acudía volando. Para no hacerla esperar (se ponía furiosa), corría los cien metros que había desde la parada hasta la confitería donde ella se había instalado, corría a una velocidad desesperada, pero los últimos diez metros disminuía a un trotecito alegre que parecía que me reía, y a ella, que me veía llegar, le sugería una especie de cascabeleo ideal.

Por herencia familiar, comía raro: la carne muy hecha, casi carbonizada y con una montaña de sal, y la horrorizaba cualquier cosa que tuviera agujeritos: el pulpo, por ejemplo, le producía una especie de rabia y había que quitárselo de la vista. Se ponía un chicle en la boca por la mañana, al levantarse, y lo dejaba pegado quién sabe dónde antes de irse a dormir por la noche.

Solíamos caminar por algún parque mientras la tarde se iba muriendo y empezaba a hacer un poco de fresquito. Una vez que miré de reojo a otra chica que venía de frente, casi me estrangula con mi propia bufanda a rayas blancas y moradas. El tirón me hizo ver unas lucecitas flotando alrededor de mi cabeza. Mientras se desvanecían, ella me abrazó muy fuerte y me dijo «Te quiero tanto que duele», y después me besó como con rabia y lloró.

Otra tarde fuimos a hacer el amor al Hotel Pink, que era un hotel donde no se fijaban si uno era menor de edad. Había lamparitas veladas rojas y azules y olor a desinfectante perfumado. Subimos en un ascensor estrecho, ella tenía cara de estar perpetrando la más excesiva de las travesuras. En las partes de madera de los muebles de la habitación, estaban los nombres de otros amantes escritos a navaja, y algún que otro corazón; había mensajes graciosos y hasta obscenidades. No llegamos a averiguar de dónde salía la música, esos boleros; si lo hubiésemos conseguido, Eloísa los habría hecho callar. Sólo disponíamos de una hora, así que nos dedicamos a lo que habíamos venido a hacer. Lo hicimos en dos actos: la primera parte como le gustaba a ella; la segunda, como me gustaba a mí. Cuando volvimos a la realidad, oímos que en la habitación de al lado una chica estaba diciendo «¡Así no me gusta!» y un chico le contestaba «¡Sólo un poquito!».

La familia de Eloísa era tolerante conmigo, tal vez porque sabían que era muy ofuscada si se le metía algo en la cabeza y, cuando me observaban, siempre me parecía que lo hacían con cara de pensar «la vida da muchas vueltas»; mi familia, en cambio, la adoraba, especialmente cuando se sentaba con la guitarra y les cantaba canciones en francés.

Al final de un verano, Eloísa comenzó a ponerse tibia. Yo no lo sabía, pero había conocido a alguien. Durante el otoño me di cuenta que forzaba los desencuentros. Una noche fría y húmeda, la esperé hasta tarde junto a la puerta del edificio donde vivía con sus padres. Por fin apareció, acompañada de un muchacho flaco y bajito, que se marchó obediente a su mirada de despedida, el pelo le había vuelto a brillar. Luego se me acercó y, con suavidad pero con firmeza, le retorció el cogote a mi última esperanza.

Anduve por las calles solitarias sin sentir los pies. Atravesé el parque desierto envuelto en una de las primeras lloviznas frías del invierno.

A este punto quería llegar: esa llovizna, ese frío y esa soledad de esa noche se me metieron en el pecho y permanecieron hasta hoy. El resentimiento por su abandono me duró toda la vida. Casi toda, porque hace apenas un rato me di cuenta que se había esfumado de repente, que Eloísa había obtenido por fin mi perdón.

Fue cuando terminé de escribir el primer párrafo de este texto: «Eloísa era más bien bajita, peluda y suave; las piernas un poco más cortas que el torso; una melena negra que no dejaba crecer demasiado y con reflejos sedosos, que se le fueron apagando a medida que me fue dejando de querer, y un par de ojos que tenían el color de un cafecito bien fuerte y sin azúcar».

¡Uy, el universo!

¡Uy, el universo!

¡Uy, el universo! Tan grandioso, tan perverso, demasiado tenebroso para escribir un verso, …y tan diverso. A veces nos parece negro, a veces azul, o, como dice mi suegro, a veces parece cubierto por un tul.

Y las estrellas… Hay millones y millones de ellas, unas son sencillas, otras muy bellas, pero todas se encuentran a millones de millas, unas se ven bien y a otras ni las pillas.

Cada una con sus planetas, mundos ignorados por los poetas y, en general, por el arte. Marte, por ejemplo, es colorado, y a veces se refleja en la pileta.

Y cada planeta con su sistema, que puede estar frío, siempre en invierno, pero a veces quema como el infierno. En un clima tan bravío, mi tío se pondría enfermo.

Este infinito burlón –que puede ser sobrehumano pero también chiquito y flotar en el vaho– me infunde como una desazón cuando medito en mi casa; su masa, su caos, me hacen temblar la mano, la taza y la leche con cacao.

Círculo vicioso

Entonces… ¿me estimas?

Estimo que sí; pero, di: si me estimas, ¿por qué no te arrimas a mí?

¿Será, acaso, porque no te animas?

Yo te estimo, ¡claro que sí!, y porque te estimo, estimo que debo arrimarme a ti.

Pero no me arrimo porque, al ver que no te arrimas, no sé si me estimas, no me estimas o me estimas pero no te animas a arrimarte a mí.

Y entonces (aunque te estimo) quisiera arrimarme a ti pero no me animo, y al final no me arrimo.

Si me estimas, deberías animarte a arrimarte a mí y romper este círculo vicioso.

De manera que yo, al ver que tú te animas y te arrimas, me anime y me arrime a ti, en lugar de permanecer ocioso.

¿Lo estimas juicioso?

Olor a café

Olor a café

Este rico olor a café, que de repente me ha llegado / no me explico exactamente qué me ha provocado. / Una voluptuosidad rápidamente desvanecida, / como si este olor, con esta intensidad, / me arribara en un momento equivocado de la vida.

Y una sensación de debilidad, / como si una herida del pasado / me volviera a hacer sufrir en el presente. / Debería estar dormido y este olor despertarme, / en lugar de sorprenderme tan consciente.

Unos pulmones nuevos penetrarme / y encaminarme, en un instante, / a encaramarme hasta las ramas más altas de la vida, / a respirar los vientos que soplan de levante, / y no convulsionarme / los rincones más oscuros de la mente.

Debería ser café apenas florecido, / de ése que no daña los riñones, / porque se está en la adolescencia / y se abren los balcones para que entre el día.

En fin, este olor a café me llenó de ausencia, de dolor, de melancolía.

Qué hacer con las ideas de Platón

Qué hacer con las ideas de Platón

Supongamos que a Sócrates (me refiero a Mamerto Sócrates, corrector tipográfico) le entregan un libro de un millón quinientos mil espacios para corregir en una semana. Supongamos que es agosto (tórrido verano en el hemisferio boreal) y que el título del libro es Historia de la Filosofía.

Entre el calor y la cita introductoria que reza «La Historia de la Filosofía (así, en letra cursiva) tal y tal y tal…» firmado Hegel (a secas) –un autor que, por cierto, Mamerto descubrirá que no es uno de los filósofos estudiados en el libro–, Sócrates empieza a calentarse. Se calienta además porque, como en general los correctores tipográficos (escritores frustrados los más), Sócrates tiene muy poco sentido del humor, y porque las características de la cita (como si Hegel estuviera citando este mismísimo libro) le hacen sospechar que el autor de Historia de la Filosofía es un «peazo de filósofo».

Mira unas páginas adelante y descubre que todos los capítulos, dedicados más o menos cronológicamente a los filósofos preferidos del autor, van encabezados por citas similares, a veces en letra redonda, a veces en letra cursiva, a veces en redonda entre comillas, a veces en cursiva entre comillas (algo que horroriza especialmente a Sócrates), a veces en redonda en un cuerpo menor, a veces en cursiva en ese cuerpo menor u otro; a veces en un cuerpo menor, redonda y comillas; y a veces (era de esperar) cuerpo menor, comillas y cursiva.

Por supuesto que todas estas citas van firmadas con el apellido; el apellido y el nombre –para que puedan ser alfabetizadas con facilidad (supone Sócrates, aunque luego no encontrará ninguna oportunidad en que esto se intente con algún propósito)–, el nombre y el apellido, o el nombre o el apellido solos… El apellido en versalita y el nombre o nombres en redonda o viceversa, o apellido y nombres en versalita o en cursiva o en redonda, etc., sin olvidar, cada tanto, la versalita cursiva. «El autor del libro –masculla Sócrates mordiéndose un codo–, como buen "peazo de filósofo" que debe ser, sospecha que, entre todas las variantes que nos ofrece la ortotipografía, habrá una que será la correcta, y no quiere perderse la oportunidad de acertar por lo menos una vez.»

Supongamos que Sócrates trabaja para una editorial que en su día fue de las más serias y prestigiosas de la ciudad de Barcelona, pero que, a partir de un nefasto momento de su historia (de la historia de la editorial, claro, no vamos a detenernos ahora en la historia de Mamerto Sócrates) cayó en manos de un pulpo multinacional dirigido por individuos inescrupulosos provenientes del mundo del fútbol y la especulación inmobiliaria. Supongamos que, en la actualidad, los autores que publican en esta editorial se pagan ellos mismos la edición de sus trabajos, y supongamos que estos autores son eméritos profesores de la universidad, por lo que sus sufridos alumnos no tienen más remedio que comprarse, sí o sí, esta Historia de la Filosofía escrita por este «peazo de filósofo».

No nos olvidemos que a profesores eméritos de universidad «no se les puede tocar nada», como dice el Jordi, editor de la colección que reúne estas eméritas obras, y someter al examen de un corrector de estilo los inmaculados originales que se traen bajo el brazo significaría una ofensa. En una ocasión, Sócrates decidió tomarse al pie de la letra eso de «no tocar nada» pero el Jordi lo paró en seco con un «Mamerto, no te hagas el listillo».

Supongamos, entonces, que Aristóteles (en este caso, el filósofo) «es amigo de Platón pero más amigo de la Verdad» y que san Agustín («ese pillo», se dice Sócrates) más amigo de Platón que de Aristóteles… y que el autor de Historia de la Filosofía es muy amigo de san Agustín y quiere manifestarlo en el uso de las iniciales mayúsculas, pero no sabe si hace bien. En ese caso, tendremos al demiurgo y al Demiurgo, a la providencia y a la Providencia, a los santos padres de la Iglesia y a los Santos Padres de la Iglesia; también tendremos la ilustración y la Ilustración, al anticristo y al Anticristo, al superhombre y al Superhombre… pero seguro que nunca el Comunismo o la Revolución. A Mamerto Sócrates le parece irresponsable, en un libro que habla sobre filosofía, dejar libradas estas cuestiones tan subjetivas al criterio del corrector tipográfico, pero ¿cómo expresarlo sin recurrir a la impertinencia? Tal vez debería hacer como Descartes que, para no experimentar el disgusto de saborear un olor a asadito proveniente de sus propias carnes, siempre comenzaba sus escritos demostrando la existencia de Dios: «Si Dios es la suma de todas las perfecciones –decía– entre éstas tendrá que estar la de la existencia».

Para concluir, supongamos que el autor de Historia de la Filosofía ha resaltado cada tanto en letra negrita, al azar, algunos vocablos y conceptos para sugerir que no sólo es un «peazo de filósofo», sino también un «pedagogo de la Hostia». Alguien que dé una mirada al texto desde un metro de distancia, o más, pensará que se trata de un texto lujoso en lecturas, miradas y matices, pero no sospechará que utilizar correctamente este recurso pedagógico significa, casi, escribir un nuevo libro. Por fortuna para el autor, a menos de un metro sólo se acercarán los sufridos estudiantes de la universidad, ¿o es que espera que este nuevo libro se lo escriba Mamerto? En ese caso, el autor de Historia de la Filosofía podría demostrar que, además de un «peazo de filósofo» y un «pedagogo de la Hostia» también es un «literato del Copón».

Pero nos hemos alejado del tema principal: ¿Qué hacer con las ideas de Platón? ¿Con inicial mayúscula?, ¿en cursiva?, ¿entre comillas?, ¿alguna combinación de diacríticos? Sócrates lo tiene claro, mientras no haya peligro de confusión entre las ideas que se le puedan ocurrir a Tal o Cual y el mundo ideal cuya existencia paralela al material proclama el filósofo griego –un mundo de las ideas que deberá incluir también a un escritor Mamerto Sócrates arquetípico: bienhumorado, joven, bien pagado y tomándose vacaciones en agosto– redonda, fina y minúscula que te criaste.

Dime a qué temes y te diré quién eres

Dime a qué temes y te diré quién eres

Los iluminatis, gente poderosa, que no sólo se llevan muy bien entre sí a la hora de masacrar y engañar al pueblo sino que, cuando están todos juntos en la ducha, cualquiera de ellos puede agacharse sin ningún peligro a buscar el jabón, tienen decidido (según vos) imponer al mundo un plan satánico basado en los siguientes objetivos:

1. Abolición de la monarquía y de todo gobierno organizado.

Vos sos un nostálgico de aquellos tiempos en que el zar Nicolás se paseaba con su carroza de oro, rodeado de elegantes húsares armados hasta los dientes, húsares que no perdían de vista al populacho (siervos y proletarios) que, de rodillas y con la cabeza gacha, arrojaban una lluvia de pétalos de flores al paso del soberano, para que una alfombra sedosa y perfumada se extendiera a lo largo y a lo ancho de la Perspectiva Nevsky. Pero como esos tiempos están ya demasiado lejanos, te conformás con chuparle las medias a algún comisario picaneador, a algún pastor protestante en estado de intoxicación etílica, a aquel de tus vecinos que haya acumulado cuatro pesos roñosos o a lo que sea que te suene vagamente a poder.

2. Abolición de la propiedad privada.

Lo que más temés es que te metan la mano en el bolsillo, porque cuando eras chico el padre Mongo (mientras te acariciaba una rodilla) te reveló que estabas en peligro de que vinieran los comunistas y te expropiaran tus calzoncillos de conejitos y que, además, tendrías que compartir tu departamento de un ambiente con una macrofamilia gitana de veinte miembros.

3. Abolición de la herencia.

Ese departamento, que te dejó tu padre antes de morir de cirrosis en el asilo donde lo encerraste, lo compró tu progenitor (que era inspector municipal) a fuerza de pedirle coimas a los inmigrantes sin papeles (como tu abuelo, que también murió en un asilo) bajo la amenaza de denunciarlos a la policía.

4. Abolición del patriotismo.

Inmigrantes que, según vos, deberían cederte el asiento en el colectivo y en la cola de la D. G. I., permanecer de rodillas y con la cabeza gacha a tu paso (como si fueras el zar Nicolás), y no esparcir demasiados pétalos de flores por la avenida Pueyrredón porque el polen te da alergia, todo eso antes de recoger sus bártulos y mandarse a mudar a sus patrias.

5. Abolición de la familia, del matrimonio, de toda la moralidad, y la institución de la educación comunal de los niños [Nota: «Educación comunal de los niños» se refiere a la educación pública administrada por el Estado].

Pero claro, sabiendo lo mala persona que sos, otra de las cosas que más miedo te da es que tu esposa te meta los cuernos con ese vecino pintón que vive a la vuelta y que se compró una moto, y que te quedés solo porque también te abandonó tu hijo (ahora vive en una pensión de la Boca y fuma mariguana), hecho que vos atribuís a que, para ahorrar dinero, lo mandaste a estudiar a un colegio del Estado en vez de mandarlo a uno religioso donde el padre Mongo (mientras le acariciase una rodilla) le revelara que está en peligro de que los comunistas le confisquen sus calzoncillos de conejitos, etc., etc.

6. Abolición de toda religión.

Desesperado, vas a la iglesia (o templo) donde te quejás ante la imagen del Creador y le echás en cara lo infeliz que sos. Y aunque en el barrio se crean que estás de la nuca, Dios (que es todopoderoso y, según vos, para llegar al estatus de «creador» tiene que haber cobrado muchas coimas y haberle movido el piso a medio universo) te contesta: «No te preocupes, chabón, que en el otro mundo vamos a estar todos juntos, el zar Nicolás, el padre Mongo, Mirta Legrand, un par de colegas, vos y Yo, borrachos hasta las cejas, meta farra noche y día, mientras nos deleitamos escuchando los chillidos espeluznantes de los siervos y proletarios rusos, los gitanos, los inmigrantes, tu abuelo, tu padre, tu esposa, el vecino pintón, la moto y tu hijo mientras se achicharran en el infierno».

¿Me equivoco?

Tengo un lector

En este espacio mágico, señor, aunque escriba despacio y de otra cosa viva, soy un escritor «machazo» –me lo dijo una amiga que no dejará que mienta–. Y en mi otro universo, mucho peor, con el que me gano la vida, corrijo pruebas de imprenta. A usted le parecerá perverso, a lo mejor, que un corrector tipográfico escriba versos paganos y tan en vano viva, con esa ilusión espuria de quien persigue la rima con la furia del converso. «¡Déjese de pavadas –me dirá con tonito sobrador– o después no se queje si el editor confía a otro corrector las galeradas!» Mi vida es mía, señor, y el estrés para mí no es nada porque tengo un lector. El jueves me lo encontré a la salida de donde he establecido mi morada, parecía estar en la guerra porque permanecía hundido en la tierra hasta la quijada, más muerto que vivo, allí donde los perros van a hacer sus meadas. «Éste está como un cencerro –es lo que pensé y por eso se lo digo a usted–, así enterrado, sin un abrigo ni nada, ¿qué estará haciendo tan de madrugada?» Nunca lo sabré. Sólo me dijo riendo: «El facultativo profirió un rugido tremendo, ¡je je je!».

Ya están aquí

Ya están aquí

¿Tan lejanos están los nuevos tiempos con los que soñamos, aquellos que nos han sido prometidos en innumerables profecías, esos tiempos en los que todos nos consideremos hermanos y, como tales, convivamos en el respeto, la solidaridad y la armonía con la naturaleza? Mi amigo Marcos Lucio, que trabaja en una pequeña radio de San Marcos Sierras, en la provincia de Córdoba (Argentina) –sí, ese pueblo, cerca de Capilla del Monte, en el que se ven tantos ovnis, viven tantos hippies, tantas sectas exóticas se han radicado y tantos personajes estrafalarios realizan proyectos tan extraños–, entrevistó hace unos meses a dos sabios visitantes de la nación coya, que dijeron, entre muchas otras, cosas como éstas:

«Desde hace, por lo menos, 12.000 años, nuestras culturas se han desarrollado en diferentes regiones de este continente. El principio, la base de estas culturas es la espiritualidad, es vivir en armonía con la naturaleza, y a esa naturaleza la llamamos Pacha ‘el Cosmos, el Universo’, porque Pacha significa ‘espacio-tiempo’, y comprendemos que todos somos parte de ese Pacha, nadie está afuera. Tú, yo, el ave, el perro, el agua, el viento, el sol, el río, todos somos parte del Pacha. Y cuando este Pacha nos da la luz del sol, nos da la vida, porque sin el sol no es posible la vida, porque sin el sol no metabolizamos las proteínas, no adquirimos la vitamina D que sólo se adquiere mediante los rayos solares; y cuando nos brinda el aire nos está dando vida, nos está nutriendo, nos nutre a través del fruto de la tierra. Entonces, cuando tú comprendes que este Pacha te está nutriendo, te está alimentando, y comprendes que está cumpliendo la función de madre, entonces le llamarás Pachamama, comprenderás que eres hijo de este cosmos, de este espacio-tiempo, de esta realidad. Y entendiendo que nadie está afuera, en ningún rincón del mundo, nadie puede negar que es hijo de Pachamama, nadie puede negar que todos somos hermanos. Ésa es nuestra cosmovisión, nuestro pensamiento, nuestra realidad, y así fue por miles de años, hasta que llegaron ellos.»

«Porque ellos tienen otra cosmovisión, un pensamiento egocéntrico, ellos se creen los dueños de todo el cosmos, se creen por encima del cosmos, a diferencia de nosotros que no nos sentimos ni arriba, ni abajo, ni adelante, ni atrás: somos “parte de”.»

«Nuestro emblema (nuestra bandera) la wiphala, –tal vez la habéis visto– está conformada por cuadraditos de colores, de los siete colores del arco iris; a través de este emblema nuestros ancestros nos han enseñado que podemos ser (y de hecho lo somos) de diferentes colores, porque somos diferentes, y ésta es una de las maravillas de la existencia, porque podemos mirarnos y admirarnos en nuestras diferencias pero comprendernos hermanos, todos unidos en un solo emblema, diferentes colores en un solo emblema: la diversidad, la pluralidad en la unidad.»

«Hermano, no sentimos rencor, sólo estamos pidiendo respeto. Y ahora levantamos nuestras voces porque no pudimos hacerlo en 500 años, porque si en estos 500 años lo hubiésemos hecho nos habrían cortado la lengua –de hecho lo hicieron con nuestros ancestros–. Pero en este nuevo tiempo, en este nuevo pachacuti, que se ha iniciado en 1992, volvemos a alzar nuestras voces porque el Pacha nos acompaña, porque éste es el tiempo, ésta es la era del resurgir de los principios ancestrales espirituales de las culturas de los pueblos originales de este continente.»

En la entrevista, los sabios explican de qué manera se organizaba (y se organiza) su sociedad, sociedad que funcionaba como una democracia directa y en la que no existía el hambre. Escucharlos me ha permitido reflexionar sobre muchas cosas importantes y ha encendido en mí una luz de esperanza, como que, sin darnos cuenta, todos los sueños pudieran hacerse realidad, y como si el alba tan esperada ya estuviera aquí. Y quisiera compartir mis sueños con todos ustedes, mis amigos.

Escuchen la entrevista completa, vale la pena. Un abrazo.